viernes, 12 de octubre de 2018

Gnangra: La odisea de el viaje.


     Gnangra descansaba como cada tarde sobre un montón de escombros frente a su hogar. Los últimos rayos de sol perfilaban  de naranja las copas de una arboleda, aunque aislada, las autoridades ghanesas se disputan con las marfileñas la adhesión al Bui National Park. Con sus pensamientos en otro lugar lanzaba piedras sordas a lo que parecía ser el letrero de madera medio enterrado con el nombre de la aldea tímidamente grabado e ilegible.
     De la choza emanaba un olor en suspenso a cena, nada comparado con el que desprendían sus ropas tras dieciséis  horas limpiando fango del establo del Sr. Kouassi a una hora a pie de Goli, a las afueras de Bagelebe. Cada dos viernes tocaba descanso y era cuando se desplazaba a Bondoukou para vender lo que podía sisar durante los catorce días entre estiércol y mierdas varias de búfalos. Entrando por la carretera de Koutouba debía tomar el cruce de la A1 en dirección a Abidjan y  a la espalda de la única casa en pie con marcados motivos del Pueblo Akan le esperaba Tiécoura, un zascandil de ademan hastiado obstinado en ofrecerle una salida rápida a tanta miseria. Hizo sonar de uno de sus bolsillos unos cuantos Francos. A medida que el  sol remolcaba la entrada triunfal de una luna radiante que se dejaba ver entre un ejército de nubes empedradas aquellas monedas relucían como recién sacadas del Banco del África Occidental cuyo haz de luz  redimía la vista esclavizadora hacia el propio metal. La libertad devengada le permitió ver un cielo enlosado. Cabizbajo se rindió a la suculenta oferta de tomar una copa de algo que los lugareños llamaban licor pero que dicho brebaje rasgaba la garganta más que el mismísimo fuego.-A nene bao- dijo en mandingo que lo probara por favor. Fue entonces cuando Tiécoura, paciente, mordió mortalmente a su presa inyectándole fantasías en bolo de un mundo mejor al otro lado del continente. Francia es el paraíso de los marfileños.

   Serían las cuatro y media de la mañana, por situarnos en el tiempo, cuando a pesar de los vestigios de una embriagadez pasadera el grito de su mujer fue desgarrador. Gnangra se despertó con el rostro impregnado de un jirón  viscoso que le cubría casi todo el rostro.  Durante el raudo acto reflejo de llevarse las manos a la cara se le pasaron interminables historias con elegíaco final.  La leve ondulación del aire a raíz del efímero movimiento lo  inundó de aromas tranquilizadores. Su mujer le traía un recipiente con agua y un paño para limpiarse. Durante este caos luchaba por dilucidar lo acontecido a medida que se sentía atropellado por el bombardeo de  recuerdos inconexos. En un haz de lucidez todo recuerdo se desvaneció por fin.

   Sali, su hermosa mujer de tez heredada del ébano característico de su raza, gruesa y marcados tonos café rojizo limpiaba dulcemente la faz de su hombre. Sus  rudas manos, al contrario  proyectan desolación y tristeza. El  agarró fuertemente sus muñecas paralizando los movimientos de ella fijando la vista  durante un instante en sus ojos con una mirada tierna y  apasionada que vaticinaba lo que irremediablemente iba a suceder. Tras varias horas haciendo el amor se quedaron dormidos entre la mezcolanza de aromas a sexo y humedad de heno mojado. Sali despertó  abrazada a lo que probablemente le iba a recordar a su amado durante las próximas semanas, probablemente quien sabe sino  meses o años. El sigilo de sus lágrimas inundaba unos ojos empañados y la mirada  fijada en el cenital del techo. Se habían abierto camino a través del rostro con estricta mudez formando un  meandro incapaz de cruzar los marcados pómulos  y descendiendo en cascada a lo largo de su extenso cuello.

   Desde el día que Gnangra regreso eufórico semanas atrás irrumpiendo en la choza con unas ideas que apenas pudo entender por el barullo de palabras atropelladas entre sí sobre un mundo mejor, Sali se cuestionaba las causas a las que habían llevado a convertir a su marido en un neófito incapaz de percibir la realidad. Mientras tanto, a pesar de todo esfuerzo inútil, Gnangra llevaba en ese preciso momento casi 80 kilómetros recorridos de los 450 que separaban Bondoukou de Abidjan.  Un breve instante antes, en la parte trasera de aquella reliquia alemana, un Büssing serie 8000  V8 en su versión 6x4  de los años 50, solventaba a manos de un intrépido conductor, los resaltes de una carretera echa a pegotes de aglomerado de asfalto con más desniveles que el Tourmalet. Además debería de evitar los continuos controles policiales entre población y población. Todo un artista, dado el caso. El sapicadero tenía una ancha banda de madera de nogal de donde sobresalían numerosos mandos cromados, cado uno sobre un adhesivo negro definiendo  su cometido. El cuadro de mandos presentaba dos enormes relojes, uno con números alrededor de la esfera y otro con una franja que  pasaba del verde  al amarillo terminando en rojo.  De sus 155 CV originales  aún desarrollaba casi 90 CV. Toda una pericia sin ensayo. –“Ani sogoma”- saludo al resto de pasajeros en Diola, lengua materna. -“Adanse”- replicó un señor mayor casi sin enseñar las tres únicas piezas dentales de las que podía presumir con orgullo, Mémel de nombre. Total poco tendría que masticar en los siguientes días. Nadie pronunció una sola palabra más.

   Con los primeros indicios de luz, llegaron a un establo herrumbroso  a las afueras del barrio de Pays Bas en dirección a Gounioubé. Llevaba más de 12 horas sin probar bocado pero no había perdido el semblante ilusionado con el que salió de Goli. Buscó un lugar cómodo para descansar y se quedó dormido enseguida. Despertó al día siguiente y seguía sin ingerir nada, o por lo menos eso decía los crujidos de su estómago presuntamente vacío.  Se dirigió hacia el otro extremo del habitáculo para beber de un pilón algo parecido al agua. La expresión de su rostro comenzó a cambiar dejando ver matices agridulces muy parecidos a una evidente  preocupación. A medida que pasaban los días cambió de preocupación a desesperación. Veinte y tres días  después la desesperación abocó en abandono. Decidido a dejar de luchar por vivir miró alrededor de su estancia en busca de un lugar donde dejarse ir y poder cerrar los ojos, solaz con el dulce recuerdo de Sali y la amarga sensación de haberla fallado. En una tímida mirada encontró el sitio de ocupaba habitualmente el mustio Adama, un joven senegalés, frágil de salud, cuya lucha terminó para él dos días atrás.

   Se disponía a sentarse cuando se abrió la puerta de un solo golpe elevando la podredumbre menos densa del lugar absorbiendo la escasa luminiscencia por tanta mierda que se había acumulado. –“¡Aôn ga ta! Aôn ga ta!”- gritaba aquella voz. A empujones fue arrastrado hasta un vehículo con pinta militar donde recibió un fuerte golpe en la cabeza nada más subir perdiendo el conocimiento.

   Premeditadamente y sin alevosía, sí con la honestidad de redimir el beneficio obtenido por lo que no era suyo, escondida detrás de la celosía que separaba la entrada de la habitación en el hueco ocupado por un tótem animista a medio tallar ocultaba en sí mismo  un espíritu por definir y un exiguo tesoro recopilado lentamente con el logo de “Wari” –dinero- envuelto en un trozo de tela raída bajo la impertérrita figura. Contenía un total 75 francos CFA (Tândourou). Sali era consciente del esfuerzo que suponía ir guardando algo de Wari, siempre insuficiente y falto. Habían pasado cuatro semanas desde la marcha de Gnangra y no tenía noticias de él. Tampoco las esperaba. Por allí las cosas van más lentas, pero la escasez se hacía evidente. Tentada por echar mano al caudal, decidió dirigirse a Bondoukou en busca del mequetrefe de Téicoura. Portaba dos figuras de cobre, herencia de sus antepasados que recibió el día que contrajo matrimonio de manos de su padre y  así respetaría lo que su hombre metódicamente ha ido atesorando con ilusión. A veces es bueno interrogar a la razón. Razón que iría muriéndose anticipadamente a medida que avanzaba el paseo. Paseo que en vez de despejarle la cabeza e ir poniendo en orden las cosas, firme con cada paso, se acentuaba la desconexión entre el polvo del camino y la lógica de los dioses la llevó de vuelta a la choza.

   Un enorme socavón en el camino contribuyó a despertar  turbado y desorientado a nuestro hombre al mismo tiempo que el viejo Büssing se detuvo. Una fisura en la mugrienta lona que cubría la parte trasera del camión dejó pasar un haz de luz que apuntaba certeramente a unos ojos cobardes impidiendo ver un ápice a su alrededor. El rezo  de un grupo de practicantes musulmanes terminó su culto al que se santiguan los devotos católicos simultáneamente. La puerta trasera se abrió chirreando las bisagras a falta de engrasado y eliminar parte del hollín acumulado. Un grupo de personas se unió al convoy teniéndose que apretar más en el cajón.- “M bi dou mobili”- gritaban desde abajo para no perder tiempo. Dieciséis malienses subieron en estricta procesión sin mediar palabra ni emisión de sonido salvo el provocado por el roce de los ropajes contra la carrocería del vehículo. Tardaron una hora en cruzar la sucia y destartalada ciudad de Bamako, lo cual había supuesto hasta el momento haber recorrido 1182 km inconsciente durante las dieciocho horas y media que duró el trayecto hasta la incorporación de los recién llegados. Su estómago emitía borborigmos típicos de un gruñón consentido frente al escaparate de una confitería. Más bien parecía tener un tigre enfadado  dentro. Se rebuscó entre sus bolsillos algo que llevarse a la boca y nada. Repitió la acción varias veces para asegurarse sin conseguir alimento. Un joven advenedizo que apenas habría cumplido los catorce, respondía al nombre de Malick le tocó la espalda  de forma imperceptible y tímida con la intención de que se girase. Con la mano estirada le ofreció un poco de carne seca  envuelta en armonía con una hoja fresca de tabaco, típico de las tribus Dogón de las regiones central de  Mopti.

   Durante las siguientes horas intentó reconstruir lo acontecido hasta el momento. La miseria no es ni la mitad de los males cuando se ha perdido el respeto por lo público, cuando ha desaparecido el poder de las leyes y se impone el temor, la lujuria y la codicia de una minoría. El vehículo giró a la izquierda y abandonó el asfalto apartándolo de sus reflexiones. Los resaltos de la pista no le permitió volver a sus raciocinios y es por ello que no le dio tiempo a juzgarse de forma cerril, tal y como deseaba pues aquella reliquia con ruedas se detuvo en seco.

   El camión se paró justo donde el rio Baoulé vierte su caudal en el rio Bakoye. Es un paraje hermoso, limita con el Parque Natural  Boucle du Baoulé de vegetación espesa. Allí pudieron estirar sus piernas y darse un buen baño contribuyendo a nutrir con su ADN las aguas del sistema hidrográfico más  importante para el Rio Senegal.  El curso del rio es suave dado los escasos quinientos metros de altitud  de esta planicie, favoreciendo la proliferación de microorganismos que tiñen de verde el agua gracias a las redes tróficas planctónicas, dando un tono más oscuro al lugar.  No se podía creer que estaba allí de verdad.  La agrupación de mimosas, eucaliptos y boababs no permitiría ver a más de quince metros a través del tupido follaje. Un babuino colgado de una de las ramas entrelazadas producía un leve crujido del roce entre las hojas. Por un momento mientras flotaba boca arriba con los pies y las manos bien abiertas, sentía la leve caricia del agua en su cuerpo desnudo. Abrió los ojos y  susurró para si –“A ka di nie”- esto me gusta. Poco duró la tranquilidad cuando un alboroto le hizo dirigir la mirada hacia la orilla. Entre el barullo de idioma diula, dogon, mandingo, bambara, fulfude y algún improperio en francés, solo sacó en claro que ya no había vehículo. A pocos kilómetros de la frontera con Mauritania por el norte, algo más al oeste quedaba Senegal, siempre podrían volverse y deshacer el camino. Gnangra se unió al grupo de veinte personas, entre ellas dos mujeres, que decidieron avanzar. Habían invertido sus vidas, sus ahorros, habían contraído deudas importantes y no podrían defraudar a sus familias.  ¡Adelante!

   Dos marfileños con arma en el cinto y expresión hostil liderarían la expedición. Un puñado de francos por cabeza dotaba de cierta seguridad a la expedición que pudo costeárselo. Todos abonaron con aplomo excepto el viejo Mémel que dobló la cantidad para que la joven Brou de dieciséis años optara al viaje ante la mirada escéptica de aquellos matones misóginos.  Los únicos armados extendieron sus manos codiciosas y con el deseo de prolongar el momento de contar el botín se tomaron unos minutos antes de reanudar el camino.

   A partir de ahora, el contacto más cercano  al que optarían con un mundo civilizado serían las sombras apenas  en movimiento que se podrían vislumbrar desde algún satélite de ser enfocados, testigos de existencia humana en aquella zona por la única prueba que evidenciaban sus tétricas huellas al caminar.

   El joven Malick se adelantó para ponerse junto a Gnangra. Era de mediana estatura tirando a bajito, de corpulencia musculosa y muy tonificada, como recién salido de un gimnasio. Vestía pantalón añil y camiseta  raída anudada por encima del ombligo dejando ver sus perfectos abdominales, envidia de muchos atletas atenienses en su época de esplendor. Calzaba sandalias de piel de vaca curtidas por su madre. Convencido de jugar en la liga francesa no hubo de inculcarle demasiadas fantasías para no borrar su semblante jubiloso a pesar de lo que se jugaba. La noche cayó enseguida, la humedad del ambiente era del 90%, la fatiga y el hambre avivó la necesidad de encontrar refugio para dormir. El aleteo de los mosquitos tocaba a banda sonora de rock al mezclarse con el palmoteo de la carne al intentar ahuyentarlos. Finalmente el cansancio se interpuso entre ellos. Con los primeros rayos del sol comenzaron el camino.  Los 25 grados de temperatura de la noche subieron a 38 en cuestión de minutos, nada comparado con los más de 45 grados que se esperaban a medio día. Unas bayas y nueces de Karité cogidas directamente del propio árbol sirvieron de desayuno. Un poco de agua en el rostro para refrescar la cara y de nuevo en camino. A medida que se acercaban a la frontera mauritana la vegetación se dispersaba dejando ver escasos arboles distanciados y castigados por las altas temperaturas. La calima los cubría ofreciendo una visión fantasmagórica de seres que se acercaban sigilosamente entre la bruma, emanando tanta defunción como ramas en sus secas copas. Sentados con la espalda apoyada en unas rocas de cantos erosionados a espera de que sus cabecillas inspeccionaran la posible evidencia de alguna patrulla mauritana, una boa de casi seis metros irrumpió por el hueco sombrío de las rocas. El estruendo sonido  emitido por el disparo certero en el cabeza de la bicha perpetrado por uno de ellos acabó con el descanso del grupo a la vez que aseguró la cena de todos. Se incorporaron cogiendo sus pertenencias y se adentraron en una pequeña congregación de acacias. Allí pudieron descansar hasta que una voz irrumpió, ¡Sigamos!, ¡No hay moros en la costa!... Menudo eufemismo.

   El margen derecho del rio Karakoro le había servido de seguro de vida hasta las inmediaciones de Kiffa.   El agotamiento y la dolorosa amenaza de unas ampollas a punto de reventar distraía  cualquier amenaza por alarde de fiera.  Los pies acusaban síntomas de semanas caminando. Deshidratación, grietas y  piel escamada podría vislumbrar la distancia recorrida hasta el momento, pero de nada serviría recordar que a unos pocos de miles de kilómetros estaría disfrutando de la quietud y sosiego de su humilde choza junto a la cercanía de Sali, que proporcionaban las tardes de cada dos viernes.  Rodearon la ciudad escondidos con la sensación de vivir emigrados para evitar caer en manos de las autoridades mauritanas. Pensando que cerca de la civilización conseguirían alimento, no compensaba el riesgo expuesto al que se enfrentaban, así que sería la última ciudad a la que se aproximarían en varias semanas en adelante. Por delante le quedaba el arduo reto de atravesar la árida y devastada  llanura sur occidental hasta llegar a los escarpes y manantiales a los pies de la Meseta de Adrar. Al este quedaría la Estructura de Richat.  Extremos cambios de temperatura diurnas a nocturnas, tormentas de arenisca con viento que sopla desde el Sahara y alguna precipitación aislada fueron compañeros de viaje entre el coraje y la muerte.  A pesar de estar en la estación seca del año, una noche mientras dormían, las estrellas se marcharon para dar paso a unas nubes no invitadas que descargaron repentinamente un aguacero de los que hacen historia. Amaneció con un sol haciendo justicia a los cuarenta grados de temperatura correspondiente, ahora sí, al clima local.

   Intrusos en un entorno devastador, ni el hambre, ni la sed, ni los mosquitos, insectos o alimañas evitaron  agarrase al hierro hirviendo de los lazos de amistad entre Gnangra, el viejo Mémel y el joven Malick habían afianzado y en los que se habían basado para sobrevivir.

   El resto del grupo, conejitos de monte ahora, aparentemente habían dejado atrás la sutileza de aquellos que luchan por querer llevar el mando desvaneciendo cualquier símbolo de estatus. La Naturaleza actúa diferente a la religión para aquellos hombres que edifican fortalezas con muros de opresión y amenazas, ahora se manifiestan como perros  flacos que lamen las piedras del camino para poder llevarse algo a la boca. La banda sonora de los dientes rechinando toca a melodía con cierta pasividad de peligro ante la prolongada agonía por la majestuosa figura que se eleva ante sus ojos, aun en la lejanía. Un pequeño sendero pedregoso redimiría la angustia por llegar al primer reducto con algo de agua. Con firmes pasos y agazapados apoyándose con las manos para avanzar más rápidamente algunos de ellos resbalaban por las piedras sueltas y la falta de fuerzas. Gnangra sujetó a Mémel del cuello de la camisa y sacando fuerzas de donde no las había consiguió estabilizarlo culminando la cima con un gesto triunfal en su mirada. No tardaron en zambullirse en la primera poza de agua estancada de forma casi circular ofrecida por recipiente de roca perfectamente conservado desde el Neolítico donde seguramente contribuiría al último abrevadero antes de adentrase en los campos de dunas. Abatidos y destrozados, aquella pesadilla daba paso al final de un  infierno pasado hasta el momento. Dejándose caer para quedar sentados, sin articular palabra, con la espalda apoyada en la roca y las manos extendidas parecían indigentes que estuvieran pidiendo limosna. Se quedaron dormidos como animales disecados salvo la figura distorsionada del que haría de vigía, al cual no parecía el único que no había pasado por un taxidermista gracias al giro de cabeza que realizaba a ambos lados y al inconsciente gesto de descargar una pierna del peso corporal, que no era mucho.

   Malick contaba como su familia de origen ganadero se ganaba la vida ahumando carne de vaca y gallina, aunque de forma ilegal ahumaba carne de elefante en una pequeña casa a las afueras de Bandiagara y que diariamente su hermana y su madre vendía en la maltrecha ciudad de Mopti. Desde que en 1996 abrió en Bamako la Universidad pública del país, su padre vivía obstinado en conseguir el dinero suficiente para que él y su hermano un año mayor fueran a estudiar en ella con la idea  de que viajaran a Francia y montaran una agencia de turismo para explotar los  Acantilados de la ciudad, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1989. Sobre ellos caería el peso de sacar adelante a la familia. Soñaba con la construcción y gerencia de un gran restaurante donde el plato estrella estaría compuesto por productos caseros impregnados con la identidad del negocio familiar. Su única hermana, embarazada, se había quedado en cinta durante  su primer año de matrimonio y ahora debería tomar el testigo de su madre para que esta pudiera aumentar la venta de carne y huevos entre los vecinos de Bandiagara. Malick solo pensaba en triunfar como jugador de futbol y lo más cercano a la idea de su padre pasaba por colgar alguna foto suya en su utópico restaurante y como mucho firmar algún autógrafo durante sus estancias vacacionales.

   Gnangra, ataviado con camisa blanca como ropa interior, un jubón  verde tirol ceñido al cuerpo hasta la cintura adornado con botones dorados y un manto semicircular con flecos y bordados en hilo de oro atado al hombro derecho. Los zaragüelles se veían de color rojo y suaves estaban sujetados con una faja con pedrería incrustada. Con pomposa majestuosidad cruzaba el patio de arcos  decorado por una fuente con la escultura de una figura medio pez, medio hombre salido de una concha y  paredes con arcos moriscos cubiertos de ramas de parra. En frente, resaltaba el baluarte del palacio, de gran porte cilíndrico, ornamentado con un reloj de tono coral y números dorados. Con paso solemne parecía deslizarse sobre el suelo blanco de reluciente mármol y matices coloridos ofrecidos por vidrieras policromadas con ventanales rectangulares y semicirculares de sus fachadas. Del núcleo principal del claustro, entre las habitaciones de los nobles,  ascendía una escalera de caracol que conduce a  la única torre que posee una cúpula y cuya decoración presenta motivos que se inspiran en temas animistas. Al entrar les esperaban tres bellas jóvenes  semidesnudas y dos más que se habían adelantado a la fiesta fundiendo sus hermosos cuerpos entre caricias en el centro de un enorme lecho recubierto de sedas. Las tres concubinas  despojándose de sus escasas prendas se adelantaron para desvestirlo mientras ascendía el júbilo de las apasionadas más precoces. Los gemidos iban en aumento acompasados con respiraciones agitadas. De repente un grito ahogado seguido de un ensordecedor aullido resonó en su cabeza. Se despertó de repente y mientras se desvanecía aquella fantasía, la realidad dejaba entrever como delante de sus propios ojos la indefensa Brou estaba siendo violada por un grupo de cinco desgraciados. Atada a un tronco por las muñecas con cuerda de cuero, cubiertas de sangre por las heridas producidas por el inútil esfuerzo de romper las ataduras abandonó la lucha. Los golpes recibidos esculpieron una cara deforme empañada de lágrimas mezclándose con su propia sangre. Uno de los ojos amoratados casi salido de su órbita ensangrentada, brechas en los pómulos inflamados y el labio inferior partido dibujaban el desolador vestigio de un campo de batalla. Ya habían abusado cuatro de ellos cuando en este instante tocaba el turno del segundo gerifalte de la expedición inicial. Sujetada por las caderas durante cada envestida a lo que quedaba de la joven, proporcionaba  simultaneas náuseas al desconcertado  Gnangra, las cuales se disiparon de forma fulminante al ver la figura inerte del viejo mecenas de la muchacha con una carcomida hoja  de metal oxidado clavado en el esternón.- Cobrarse  futuras deudas por adelantado no debería conllevar cebarse con el presunto deudor, menos aún, actuar como salvajes hijos de puta- Definir injusticia ya no viene al cuento, joder.

   Odio, rencor, antipatía, repulsa, animadversión y repugnancia transmitía su mirada durante los breves quince segundos que mantuvieron sus miradas. El semblante del adalid tornó en una sonrisa morbosa y desafiante a la vez que una voz tosca  gritaba en perfecto francés –“ Viens!, déplacé le cul racaille”-  Reanudaron el camino al instante. A medida que pasaban las horas la marcha se hacía más lenta y aumentaba la desazón por la sensación de abandono del ya desahuciado Mémel si no fuera por las varias filas de hormigas que empezaban a cubrir el cuerpo sin vida. Miles de diminutos soldados rojizos salían en perfecta formación de lo que sería la  boca de un enorme hormiguero. Por un momento Gnangra pensó en la red de túneles escavados bajo la yerma tierra de aquel averno. Sombríos y frescos sin la necesidad de dormir al raso teniendo el suelo como lecho y el cielo como dosel.

   Aún tendrían unos cuantos días de tregua hasta llegar a la pequeña localidad de Choum. Esta sería la última ciudad de Mauritania donde podrían abastecerse para adentrarse en el vástago desierto de El Sahara con alguna posibilidad de salir con vida. Sin embargo, antes de darse cuenta, mientras miraba a Malick en riguroso silencio, echaba de menos el sonido provocado por los graznidos, aullidos, trinos y gorgojos de una tierra fértil dejada atrás. Solo el anhelo de volver a ver a su amada Sali, la persona más especial de este mundo y directora del rumbo de su vida mantenía a raya el recuerdo extenuado de la maltratada Brou que intentaba sacarse de la cabeza a toda costa.

   Durante la dilatada estancia en los acantilados de la Región de Adrar la vitualla se esfumó así, sin más. Si a ello se le suma  un absurdo acomodo por la holgazanería del grupo y  la reanudación repentina de la expedición, sin ocasión de acopio de víveres, se  auguraba un futuro inmediato con un final poco alentador. -Adiós a la quietud de Adrar y bienvenido al misterio del Sahara-. El paso de los días con una dieta de fortuna agravaron el cansancio. Nuevamente mugrientos, malolientes y con un irritable picor por todo el cuerpo  se apreciaba ante ellos una delgada línea que dibujaba un horizonte infinito. El paisaje estaría huérfano de naturaleza. Algún que otro lagarto fosilizado por las altas temperaturas intentaba buscar refugio bajo un matorral con el borde de sus hojas aserradas y terminadas en finos alfileres. Malick exclamó tímidamente –“Ahora entiendo el significado de lo que es el desierto”- Gnangra sin girarse contestó con la garganta seca –“Esto es lo que viene siendo el infierno”-. Se tomaron unos minutos más de silencio que fue roto por el sarcasmo del chico -“Si salimos de esto, ¿crees que nos convertiremos en auténticos bereberes?”-“Ya será un milagro llegar a Bir Lehlu con vida”- respondió Gnangra.-“¿Sabías que en lengua hassania significa Bello Manantial?”-  … ¡Que ironía!

   A algún mentecato se le había ocurrido la idea de trazar la ruta por Esmara para evitar entrar en el hostil territorio de Argelia, como si el las actividades entre el Frente Polisario  y la ocupación marroquí quedaran impunes por toda la parte occidental del Sahara: Desde Oum Dreyga pasando por Guelta Zemmur hasta Esmara, cada paso de los 773 kilómetros recorridos era jugarse la vida donde el sol, la arena, las alimañas y el letal desierto  fuese  como echarle un pulso a la vida. -La verdad es que hay que ser zoquete.-  Es cierto que nadie en el grupo tenía un sentido profesional para calcular con precisión la distancia real recorrida, pero ¿por qué dirigirse a Bir Lehlu?- Ser la capital de la República Saharaui Democrática no significa estar fuera de peligro. Recibir un disparo en este momento se podría considerar un dulce final, un regalo.

   Tapé, a falta de menos de una década para convertirse en un hombre centenario, algo atípico si nos ceñimos a la media de esperanza de vida del país, se limpiaba con la templanza de un artista los restos de sangre entre sus manos. La suciedad petrificada  debajo de sus uñas por el inexorable paso de los años abdicó ante la suculenta facilidad de disolución  de los restos de sangre  procedentes del cuerpo sin alma de Tiécoura y la mierda acumulada. Con un cuerpo curtido por el trabajo de casi un siglo dejaba ver bajo una piel con la tozudez de querer descolgarse los vestigios de una figura atlética. Sentado bajo el refugio que le proporcionaba  un enorme árbol de caoba, reducto del encabezonamiento de su tatarabuelo al negarse a su tala, le servía como altar durante las largas horas de meditación diarias. Miraba a Sali con ternura y orgullo de tenerla allí, en el hogar que la vio nacer. Su felicidad se tornaba en tristeza cuando veía día tras día como crecía el vientre de la niña de sus ojos y Gnangra no estaría allí para verlo. Su cintura había perdido la forma original de la adolescencia  pero aún podía acoplar el cántaro de agua y traerlo desde el manantial a casi un kilómetro de distancia sin derramar una gota y repetir esta acción varias veces al caer la tarde. Tapé,  muy cabal, sabía que a pesar de su aparente forma física no estaría en este mundo para ver a su nieto nacer pero tenía claro que él iba a ser el sucesor de una dinastía nacida de la nada y desvanecida por el olvido del auténtico principio que nace de las falsas apariencias del hombre, pues tenía la certeza que mientras quedara un poco de esencia  de ser humano dentro de los hombres y las mujeres, emanaría  con orgullo la felicidad verdadera por la que ferozmente luchamos y sin embargo nos pertenece por derecho. Tiécoura pagó con justicia la injusticia y mezquindad propia de la codicia. Tapé podía morir honradamente en paz.

    Armados de valor  por haber sobrevivido al desafío del desierto y encontrarse en la ciudad santa de Esmara, dos de los gerifaltes sometieron al grupo a desprenderse de lo último de valor que poseyeran para intentar conseguir en el mercado negro algo de transporte para adentrarse en Marruecos antes de que la ciudad se despierte de adeptos al culto a los “Walis” y  los miles de peregrinos   que invadirían la ciudad  en busca de los “últimos de Allâh” para recibir la baraka.  Otros vienen en busca de un remedio para el tifus o las calenturas pútridas. Si los milagros existen, lo acontecido a continuación se podría considerar como uno de ellos. Los dos botarates se habían esfumado. Ni haciendo visera con la mano por encima de los ojos había rastro de ambas sanguijuelas. Por un instante cambió el semblante de Brou, casi se le habría olvidado como se sonríe. Su satisfacción  le resucitó el ánimo -¡Que les den!- pensó.

    Era ya mediodía y la ciudad seguía siendo un hervidero de personas. Habría que esconderse o intentar mezclarse con la muchedumbre. Faltos de mandamases, indecisos y extraños en un desconocido lugar, ataviados con restos de ropajes erosionados por el viaje y desprovistos de todo, solo les quedaba algo de aliento antes de que las gentes más adineradas los denunciasen a las autoridades marroquíes. Wandja, la otra mujer del grupo, de unos treinta y tantos asomaba por la calle de enfrente -¿cómo es posible que regresara de esa dirección?--¿Dónde se ha metido?- La mujer vestía con un camisón de seda blanca simulando un vestido, no presentaba más marcas en la piel descubierta o  en el rostro más allá de las propias del viaje. El olor a perfume caro llegó antes que ella. Se dirigió directamente hacia donde estaba Gnangra. Mantuvieron la mirada un buen rato. Ella firme y con aplomo, Gnangra desconcertado. Wandja se metió la mano en el pecho sacando un ovillo de billetes atados por una gomilla. Extendió su brazo y ante la falta de reacción, cogió la mano del incrédulo Gnangra, giró su palma hacia arriba y depositó el dinero. Sin soltar la mano, se adelantó hacia él con osadía ahogándolo en perfume y pronunció al oído –“ buena suerte”- Dio media vuelta y lentamente desapareció a lo largo de la calle.- Un rato después con la mano bien cerrada apretando el dinero con fuerza pudo pronunciar torpemente ´”Anitie”- Gracias.

    Se acercó al resto  sin la mayor satisfacción por haberlo considerado el más conspicuo del grupo. Debía tomar una determinación inmediata. La situación le hizo reaccionar al instante y tomó la decisión de llevarlos a un almacén abandonado que le pareció ver al entrar a la ciudad ya que le trajo recuerdos de su estancia en Abijan. Una vez descansado tendría el desagradable reto de quien debe afrontar un difícil papel y buscar soluciones con pocas posibilidades de éxito.

   El almacén se sitúa justo en frente del pequeño aeropuerto de la ciudad. Consta de una nave central dentro de un recinto amurallado con acceso por un lateral a través de un verja de hierro cuyos goznes oxidados no ofrecerían resistencia. No será difícil entrar y tomar fuerzas.  Tomaron al sur oeste por el Boulevard Hassan II  dejando atrás un Centro Comercial donde tendrían prohibida su entrada y finalmente pudieron comprar algo de comer en un colmado a espaldas del Café Laadh Jaddid donde Malick fue atendido y no tuvo que recatear. El edificio consta de una sola estancia llena de estantes hechos con pequeños puntales de madera redondeada. Las ventanas presentaban un burdo intento de ser tapiadas con alfajías  y en el tejado se podía ver algún que otro agujero. Los restos de un ficus trepador que dominaría años atrás las paredes proporcionaba algo color  al lúgubre tono de las paredes del decrepito lugar.  Descansados, al día siguiente volvieron al centro de la ciudad a las inmediaciones del Hospital de la ciudad junto a la Escuela Moulay Rachid justo en una explanada de coches donde se ejercía otro tipo de comercio, digamos un pelín clandestino. La idea era buscar transporte hasta Marrakech. Ochocientos kilómetros que según sus cálculos podrían realizar en algo más de diez horas de coger la N1 y R101 pero inevitablemente habría que sobornar al conductor para evitar controles policiales por lo que el trayecto se dilataría ocho horas más de la cuenta.

  El trato se cerró con una  furgoneta  Volkswagen Type 2 del 71 de color beige algo descolorido ideal para mimetizarse con el entorno, resaltaba por lo ruinoso y carcomido de los bajos de la carrocería y los herrumbrosos bordes de las ventanas corroídos. El olor avinagrado del interior se disiparía en el instante de iniciar la marcha. Los asientos de madera tapizados de cuero sintético de color azul zafiro dejaban ver por las esquinas de los respaldos el relleno del fino acolchado.

   Gnangra se pasó la noche anterior en vela estudiando la situación e intentando planificar el viaje y sus innumerables imprevistos. Por cada uno que preveía le venían dos o  más, así que desistió antes de acumular demasiados. Se quedó mirando a Malick con el mismo gesto que un padre mira a su hijo mientras duerme el mismo día que aprendió a montar en bici. No tardaría en dormirse con los primeros balanceos del lamentable vehículo. Movió su cuerpo con intención de buscar una buena posición. Tendría mucho tiempo por delante para dormir y pensar. Cerró los ojos con la intención de pensar en Sali pero su cabeza  era un campo de batalla por el bombardeo de fotogramas tenebrosos en un ir y venir de angustia y agonía. -¿Dónde estás mi querida Sali? No me abandones ahora. Ya casi lo voy a conseguir.- y así fue como cayó vencido por el agotamiento.  Abandonado en el suelo debajo del asiento cubierto de mugre, un vejo facsímil con una espesa prosa propagandista trazada  a imprenta digital y  sin libertad de expresión, ofrecía al lector la salvación a través de la Fe, quedaría en el olvido para siempre.

   Entraron en Marrakech  por la R 212 con el propósito de parar para repostar las garrafas de combustible y adquirir agua y víveres para seguir su trayecto de otros 580 kilómetros más hasta  llegar a su destino, Tánger. Deberían evitar la ruta por  Casablanca y Rabat por la carretera A3, así que se dejaron aconsejar por su intuición y cautos tomarían por la A9 donde tendría prevista alguna parada de respiro para la maltrecha y castigada Volkswagen Type 2 que empezaba a dar síntomas de extenuación.  Para cruzar la ciudad de Marrakech deberán de hacerlo durante la hora del rezo de la tarde que es cuando la ciudad queda desprotegida al relevo de la gendarmería marroquí.  Sin embargo la ciudad se encontraba en pleno alboroto por los altercados provocados por los estudiantes universitarios que querían evitar a toda costa la decisión de la Consejería de Educación de trasladar la carrera de oceanografía a la Universidad de Fez. Alguna barricada con neumáticos ardiendo complicarían el paso, eso sin contar la acumulación de ensartados  llevados por la euforia. Tomaron a la derecha y bajaron por la R203 dejando  a su izquierda el Parque Botánico “Jardins de l´Agdal” y el Circuito de Carreras  “Moulay El Hassan” para llegar a la gasolinera de Amezmiz.   Dos altavoces colgados del techo sintonizaban la emisora Hit Radio. Situados a las afueras de la ciudad se bajarían para estirar sus piernas y hacer alguna que otra necesidad fisiológica mientras cargaban combustible. La música paró para dar entrada a las noticias. El locutor narraba la enervación estudiantil del momento y su reacción. Reacciones que se habrían extendido y endurecido en la  ciudad  Casablanca y la zona costera  de Rabat. Ciudades que geográficamente se disputaban optar por ofrecer la carrera en sus respectivas  universidades, pero que la decisión había sido tomada y finalmente se impartiría en Fez.

   Este inesperado incidente, no contemplado entre la extensa lista de incidentes,  daría un drástico cambio de los acontecimientos. Aquí el avispado conductor, movido por la codicia fue rápido y audaz. Con la sutileza de un afable conquistador separó a Gnangra del grupo y le habló de un lugar más al este del país, en una montaña donde se congregan cientos de personas a espera de una oportunidad para cruzar el Mediterráneo sin preguntas ni condiciones.  Hablamos concretamente  del punto más elevado del Cabo de Tres Forcas en  la Sierra de Nador. Ochocientos sesenta kilómetros jugaban en contra, sin contar que la situación  en Fez  estaría caliente también, pero las probabilidades de éxito eran mayores y el veneno inoculado  ya corría por el cuerpo de Gnangra. Interpretando el mejor papel en la dramática obra de su propia vida, el vehículo se encontraba nuevamente en marcha.

   Doce horas de interminable viaje sacaban del asombro a Malick. Nunca había viajado a tanta velocidad y nunca había visto pasar la vida tan rápido, como tantas cosas aún por descubrir le esperarían. Afanados por estirar las piernas, el tudesco Type 2 se detuvo antes de iniciar el ascenso a las montañas emitiendo durante la parada un suspiro triunfal aunque el roce del sistema de frenado dijera lo contrario y algún que otro olor a fluidos del motor anunciaban todo lo contrario. Al fin y al cabo tuvieron suerte de llegar hasta allí con vida.

   Por delante esperaban 12 kilómetros de remonte a pie. Mientras ascendían, Malick escudriñaba el paisaje en busca de algún indicio para no sentirse un intruso en aquel remoto lugar. A penas llevaban un centenar de metros recorridos cuando el asfalto dio paso a un estrecho camino de guijarros sueltos a lo largo de ambas cunetas. Al descubierto varias raíces de algunos pinos se aferraban por mantener el equilibrio donde las escorrentías erosionaban el terreno. El canto de un grupo de  pequeños y rechonchos carboneros garrapinos anuncia el banquete que le va a proporcionar un nido de procesionaria entre las acículas de las ramillas.  Por detrás se escuchaban los murmullos de un grupo de neurasténicos rezagados exhibiendo sus bocas resecas en protesta por un escaso descanso. A medida que ascendían  el paisaje iba intercambiando el marrón de las hojas caídas por el colorido  alegre del envoltorio de restos de basura acumulados de forma descontrolada. Un puñado de bolsas alborotadas correteaban sin control  propulsadas por una rebelde sonda de viento. A lo lejos, un murmullo de voces iba derrotando el silencio mantenido durante el avance. Las primeras sombras de figuras humanas se empezaban a dibujar entre los árboles. El crujido de leña quemándose tocaba a almuerzo.

El camino pedregoso se tornó en un sendero casi sin inclinación mientras se adentraba en una ciudadela al aire libre. La huella de una minuciosa repoblación tras las desoladoras guerras pasadas, ofrecen un plano de calles longitudinales. Entrando por la ladera sureste a la izquierda, entre los ruinas de un fuerte español, quedaban unas letrinas improvisadas con maderas planas recubiertas de una mugrienta capa de heces secas. Al frente las primeras congregaciones de personas proseguían con sus quehaceres sin inmutarse a su paso. Tímidos, expectantes y en alerta avanzaban en busca de un lugar donde acampar y pasar desapercibidos. Un enorme aliso común daba fin a la arboleda organizada dando paso a un relieve de pequeños montículos irregulares donde los arboles habían elegido libremente donde elevarse. Paradójicamente la hoja fresca de este árbol ha sido utilizada desde la edad media como plantilla para el calzado por miles de peregrinos. Un pequeño claro daba forma a una réplica en miniatura de un plaza circular presentaba las muestras de haber estado ocupada no hace mucho. Una pequeña zanja vertical en su extremo norte serviría de muro ante una zona más elevada pero ideal para delimitar lo que en los próximos días sería su nuevo hogar. Gnangra, de alguna manera intuía los peligros que se podrían generar durante la estancia en aquel lugar y con aquellas gentes. Por alguna razón no se sentía cómodo. Antes de que el grupo se acomodara, debía encontrar a las personas que contribuirían a sacarlos de allí en el menor tiempo posible.  A la mañana siguiente saldría en su busca. Seguramente vaticinaba que en aquel lugar se pagaría hasta por el aíre que se respiraba. Esa noche volvió a soñar con un barullo de incoherencias desagradables que no le permitieron descansar. Se despertó antes de que los primeros rayos de sol se colaran  a través de unas endebles nubes matutinas. Buscaría algo de desayuno para el grupo y así se adentró en el bosque. Un grupo de mujeres cocían pan  entre pequeñas risas en un horno de piedra de pizarra y argamasa. Sus manos se teñían del blanco por la harina de maíz molido. De vuelta con una hogaza de pan recién echo y un bol de leche de cabra, regresaba al campamento. Un grupo de promiscuos rufianes rodeaban a la joven y recién llegada Brou que no oponía a mostrar resistencia. En silencio se dejaba empujar de uno a otro  con el mismo júbilo de una pelota de trapo. Gnangra, iracundo, soltó la compra y apretando los puños de dirigió hacia el corrillo con paso firme y liguero. Comenzó a soltar puñetazos a diestro y siniestro. Brou  tirada en el suelo resumiría de forma breve con su gesto su miserable vida. Arrodillada  entre sollozos y abatida por tanto sufrimiento desde que salió de su choza en Mali levantó la cabeza y mirando a Gnangra a los ojos dijo-“No vuelva a hacer eso delante de mí, por favor”-  Gnangra confuso y con los nudillos ensangrentados echó a correr sin rumbo fijo.

   Una vez recuperados el desastroso incidente con Brou, el grupo de perpetuadores sedientos de venganza encontraron a Gnangra en posición fetal junto a uno de tantos árboles.  Impacientes por cobrarse los golpes recibidos se disponían a reembolsarse la deuda cuando irrumpió un mocosin de apenas seis años gritando a garganta abierta que era la hora de marchar. El resto del grupo los esperaba y  Abdelhak, su líder, estaba impaciente y muy furioso.

   Tres  vehículos todoterreno  modelo Santana Aníbal de 2003 similares a los donados por el Ejército español al Gobierno marroquí durante los disturbios de Aaiún  irrumpían desde hace minutos en el lugar. Era la hora en la  que el grupo de 54 personas a la cabeza de Abdelhak deberían dirigirse a la costa donde le esperaría la embarcación que de madrugada les llevaría al otro lado del mar.

   Addelhak es un marroquí de origen marfileño desprovisto de su triste pasado y afincado en el Monte Gurugú  por las oportunidades que este ofrece. Instruido en la maldad bajo el pretexto de haber sido concebido en pecado, contaba farfullante cada uno de los componentes del grupo subidos a empujones en los vehículos. Gnangra  hundido en el desconcierto apenas podía ver el descenso a través de una colina encrespada con tonos verdes y pardos. La superficie alfombrada por una capa de crujientes hojas secas de pino crepitaba al paso de un cervatillo que pasó imperceptible para él. Más abajo se visualizaba la costa. Las olas, enormes y majestuosas se estrellaban en las rocas lanzando velas de espuma por los aires a gran altura.  Las curvas del camino abalanzaban sobre él a un necio con una sonrisa imborrable de su cara ofreciendo la espectacular escultura de lo que sería un menhir por dentadura. Desprendía un fuerte olor a pescado hediondo. Su piel acumulaba hollín por el polvo y las fogatas y bajo sus ropajes emanaba un hedor a materia excrementicia seca. Gnangra se desvanecía mientras aún resonaba en su mente las últimas notas de una canción sintonizada por una emisora española. La figura de un hombre los observaba a través de unos prismáticos a doscientos metros por encima de ellos, apostado en un risco que sobresalía de la colina.

   Al llegar a la playa Marsa Yawyan el viento soplaba con justicia.  Rugía castigando las crestas del oleaje sin miramiento produciendo un murmullo al romper contra la arena. Soplaba de poniente levantando remolinos de arena que se proyectaban sobre la piel como miles de puntas afiladas simulando pequeños tornados al estrellarse contra el acantilado. Cuatro esbirros acercaban lentamente en procesión una barcaza de madera noble de conífera, pintada de blanco y una banda en azul con la pintura desconchada.

   Tres mehanis se bajaron de los vehículos con armas en la mano disparando al aire. Fueron bajados de los vehículos a todo prisa dirigiéndolos hasta la embarcación que les esperaba en la orilla. No podían salir del asombro de lo que estaba pasando. Precisamente no era el día más idóneo para echarse al mar con ese oleaje. Los disparos se repitieron y por alguna manera dejaron de apuntar al cielo de una manera más persuasoria. Gnangra estaba siendo arrastrado entre el grupo atónito e incrédulo. El viento parecía ganar fuerza empujándolos sobre las espaldas mientras empujaban a la barcaza contra las olas. Unas pequeñas gotas de lluvia empolvaban la arena antes de evaporarse.

   Al este iban asomando unas nubes tiñéndose de gris oscuro a espera de ser transportadas ocultando la presencia de la luna. El sol hace ya horas que huyó de los truenos que a lo lejos se escuchaban y que ahora se percibían con mayor nitidez. Mientras luchaban por no ser despedidos por el mar, el viento ahora más patente dirige  a las nubes hacia la estela que las llevará mar adentro para hacerse más fuertes.

   Los golpes producidos por el fuerte oleaje los deslizaba de un lado al otro. Para mantener el equilibrio intentaban agarrarse a unos cuantos cabos distribuidos a babor y estribor a lo largo de proa a popa. Mientras se adentraban en el mar parecía que la tormenta arreciaba contra todo pronóstico lo cual tuvo como reacción que la tensión del grupo se relajara dando algo de descanso a la musculatura. Fue entonces cuando el joven que esperaba perpetrar su venganza levantó la cabeza en busca de la posición de Gnangra para dirigirse hacia él con un cuchillo que se sacaba del bolsillo del pantalón. La distancia era escasamente de cinco metros, suficiente para ir incrementando la ceguera producida por el odio. Le costaba avanzar por la aglomeración de personas cuando en un intento por avanzar empujó a una joven embarazada que resbaló y cayó de pleno al mar. Precipitarse no sería el peor de sus males. La cantidad de agua ingerida al caer aplastaba sus pulmones provocándole  una oleada de pánico. Desorientada boca abajo, no tardó en enderezarse y volver a sacar la cabeza por la superficie. A penas sin tiempo para gritar una ola la envolvió como si se le hubiera desplomado sobre ella un muro de hormigón. Sin poder pedir auxilio y apenas sin fuerzas, notaba como su cuerpo no cooperaba con su mente y los músculos le fallaban. El miedo se apoderó de ella tirando  hacia abajo lentamente sin apenas resistencia y los gritos de auxilio ahora sonaban sordos solo en el interior de su cabeza.   Un centenar de recuerdos e  imágenes se proyectaban en su cabeza mientras se hundía, a la vez que decenas de luces estallaban ante sus ojos agonizantes, dibujando una sonrisa su gélido rostro como si hundirse fuese un gran espectáculo.

   El frio  y la humedad se hacían sentir en los cuerpos cuando una figura le sujetó por el hombro a la vez que sintió un efímero pellizco en el costado.  No sintió dolor, tan solo el calor de la sangre emanar de la herida lo percató del peligro expuesto. El ser humano está preparado para efectuar movimientos involuntarios o actos reflejos, pues el siguiente fue uno de ellos. Esquivando una segunda cuchillada con un ágil movimiento hacia atrás, su atacante cayó al mar con la mala fortuna de quedar una pierna atrapada en una de las cuerdas dejándolo como si fuera una defensa contra los muelles. Gnangra quedó sentado a estribor. Se llevó una mano a la herida y con la otra intentaba soltar la pierna de su agresor. Un instante después, cuando logró aflojar el nudo que lo condenó a un cautiverio mortal, el cuerpo dejó de patalear y ya no ofrecía tensión. Fue en ese preciso momento cuando el cuerpo sin vida pasó a formar parte del Mediterráneo.

   A medida que la madrugada iba en busca del amanecer, Gnangra experimentaba cierto estado de ansiedad por la falta de aire que aceleraba el pulso. La garganta seca intensificaba la sed en su boca y la humedad del mar enmascaraba la percepción de una sudoración fría sobre su piel. Los pies entumecidos habían dejado de percibir actividad y la sensación de un trepidante hormigueo en sus manos dejaron de ofrecer presión sobre la herida cayendo al piso de la embarcación con la palma hacia arriba. El sueño se apoderó de él y así quedó dormido  con la preocupación de que habría sido del joven Malick.

   Con los primeros rayos de sol el día despertó. El mar ahora en calma, ofrecía un frágil balanceo sobre la embarcación induciendo a sus ocupantes a establecer una contienda contra el cansancio de una noche a priori interminable. El día llegó con la frustración de algunos y la salvación para otros, incluido Gnangra. Podría haber sido un pesquero fondeado en las inmediaciones de la Isla de Alboran, un buque de pasajeros de la ruta Almería-Nador, una embarcación de investigación oceanográfica,  la mirada fortuita de un piloto de avión comercial o el propio azar, cualquiera de ellos el causante de que unas horas más tarde una embarcación de Salvamento Marítimo irrumpiera a babor cuando estaban a siete millas al sureste de Alboran. Finalizada la maniobra de abarloamiento, el personal de rescate practicó  primeros auxilios a Gnangra, estabilizándolo para la travesía de vuelta al puerto de Almería donde la embarcación  tiene su atraque. Una vez todos a bordo fueron alertados los servicios sanitarios de Cruz Roja.

   Serían alrededor de las nueve de la tarde cuando arribaron a puerto. Gnangra fue el primero en bajar sin percatarse de nada fue llevado directamente a enfermería. Es resto  desembarcó a continuación. Una hora después el desconcierto fue mayor. Apenas cuando pudo abrir los ojos, los tuvo que cerrar dada la claridad del lugar y un ir y venir de figuras con trajes reflectantes grises y rojos. La enfermería contaba con siete camas separadas por cortinas blancas. Una luz de exploración apuntaba hacia él, directamente al abdomen cubierto por una red de cableado conectado a un aparato que emitía un leve pitido constante. Meses más tarde, descansaba sobre un montón de escombros frente al asentamiento donde sobrevivía. Tirando piedras sordas a una lata de conserva vacía, seguiría sin entender cómo puede existir una especie de ser humano deferente del resto con la capacidad de ofrecer una sonrisa y tender la mano a la vez que entregan abrigo y alimento a desconocidos como él en un territorio  cargado de ángeles ungidos en humanidad con una cruz bordada en sus chalecos.

    Es curioso como almas gemelas pueden estar conectadas y destinadas a vivir vidas paralelas  a pesar de los más de cinco mil  kilómetros que los separan. Cada mañana, al alba, Sali con su hijo al costado sale de su coqueta choza y se dirige al camino  de la entrada a Goli, con la esperanza de ver a su hombre acercarse. Gnangra, al alba, sale de las ruinas de un cortijo con plásticos como techo y se dirige al cruce con la esperanza de que  hoy pase la camioneta que lo llevará al invernadero. Por la noche, Sali se duerme en su lecho de heno donde hicieron el amor por última vez, pasando la mano por el lado que Gnangra descansaba. Con el recuerdo se quedaba dormida. Gnangra, cada noche, sobre un herrumbroso colchón, inmune a los roedores que cohabitan con él  se queda dormido con el recuerdo de Sali correteando risueña  hacia él cada dos viernes por la tarde.