Gnangra
descansaba como cada tarde sobre un montón de escombros frente a su hogar. Los
últimos rayos de sol perfilaban de
naranja las copas de una arboleda, aunque aislada, las autoridades ghanesas se
disputan con las marfileñas la adhesión al Bui National Park. Con sus
pensamientos en otro lugar lanzaba piedras sordas a lo que parecía ser el
letrero de madera medio enterrado con el nombre de la aldea tímidamente grabado
e ilegible.
De la choza emanaba un olor en suspenso a cena, nada comparado con el que
desprendían sus ropas tras dieciséis horas
limpiando fango del establo del Sr. Kouassi a una hora a pie de Goli, a las
afueras de Bagelebe. Cada dos viernes tocaba descanso y era cuando se
desplazaba a Bondoukou para vender lo que podía sisar durante los catorce días
entre estiércol y mierdas varias de búfalos. Entrando por la carretera de
Koutouba debía tomar el cruce de la A1 en dirección a Abidjan y a la espalda de la única casa en pie con
marcados motivos del Pueblo Akan le esperaba Tiécoura, un zascandil de ademan
hastiado obstinado en ofrecerle una salida rápida a tanta miseria. Hizo sonar
de uno de sus bolsillos unos cuantos Francos. A medida que el sol remolcaba la entrada triunfal de una luna
radiante que se dejaba ver entre un ejército de nubes empedradas aquellas
monedas relucían como recién sacadas del Banco del África Occidental cuyo haz
de luz redimía la vista esclavizadora
hacia el propio metal. La libertad devengada le permitió ver un cielo enlosado.
Cabizbajo se rindió a la suculenta oferta de tomar una copa de algo que los
lugareños llamaban licor pero que dicho brebaje rasgaba la garganta más que el mismísimo
fuego.-A nene bao- dijo en mandingo que lo probara por favor. Fue entonces
cuando Tiécoura, paciente, mordió mortalmente a su presa inyectándole fantasías
en bolo de un mundo mejor al otro lado del continente. Francia es el paraíso de
los marfileños.
Serían las cuatro y
media de la mañana, por situarnos en el tiempo, cuando a pesar de los vestigios
de una embriagadez pasadera el grito de su mujer fue desgarrador. Gnangra se
despertó con el rostro impregnado de un jirón
viscoso que le cubría casi todo el rostro. Durante el raudo acto reflejo de llevarse las
manos a la cara se le pasaron interminables historias con elegíaco final. La leve ondulación del aire a raíz del efímero
movimiento lo inundó de aromas tranquilizadores.
Su mujer le traía un recipiente con agua y un paño para limpiarse. Durante este
caos luchaba por dilucidar lo acontecido a medida que se sentía atropellado por
el bombardeo de recuerdos inconexos. En
un haz de lucidez todo recuerdo se desvaneció por fin.
Sali, su hermosa
mujer de tez heredada del ébano característico de su raza, gruesa y marcados
tonos café rojizo limpiaba dulcemente la faz de su hombre. Sus rudas manos, al contrario proyectan desolación y tristeza. El agarró fuertemente sus muñecas paralizando
los movimientos de ella fijando la vista durante un instante en sus ojos con una mirada
tierna y apasionada que vaticinaba lo
que irremediablemente iba a suceder. Tras varias horas haciendo el amor se
quedaron dormidos entre la mezcolanza de aromas a sexo y humedad de heno mojado.
Sali despertó abrazada a lo que
probablemente le iba a recordar a su amado durante las próximas semanas,
probablemente quien sabe sino meses o
años. El sigilo de sus lágrimas inundaba unos ojos empañados y la mirada fijada en el cenital del techo. Se habían
abierto camino a través del rostro con estricta mudez formando un meandro incapaz de cruzar los marcados pómulos
y descendiendo en cascada a lo largo de
su extenso cuello.
Desde el día que
Gnangra regreso eufórico semanas atrás irrumpiendo en la choza con unas ideas
que apenas pudo entender por el barullo de palabras atropelladas entre sí sobre
un mundo mejor, Sali se cuestionaba las causas a las que habían llevado a
convertir a su marido en un neófito incapaz de percibir la realidad. Mientras
tanto, a pesar de todo esfuerzo inútil, Gnangra llevaba en ese preciso momento casi
80 kilómetros recorridos de los 450 que separaban Bondoukou de Abidjan. Un breve instante antes, en la parte trasera
de aquella reliquia alemana, un Büssing serie 8000 V8 en su versión 6x4 de los años 50, solventaba a manos de un
intrépido conductor, los resaltes de una carretera echa a pegotes de aglomerado
de asfalto con más desniveles que el Tourmalet. Además debería de evitar los
continuos controles policiales entre población y población. Todo un artista,
dado el caso. El sapicadero tenía una ancha banda de madera de nogal de donde
sobresalían numerosos mandos cromados, cado uno sobre un adhesivo negro
definiendo su cometido. El cuadro de
mandos presentaba dos enormes relojes, uno con números alrededor de la esfera y
otro con una franja que pasaba del
verde al amarillo terminando en rojo. De sus 155 CV originales aún desarrollaba casi 90 CV. Toda una pericia
sin ensayo. –“Ani sogoma”- saludo al
resto de pasajeros en Diola, lengua materna. -“Adanse”- replicó un señor mayor
casi sin enseñar las tres únicas piezas dentales de las que podía presumir con
orgullo, Mémel de nombre. Total poco tendría que masticar en los siguientes
días. Nadie pronunció una sola palabra más.
Con los primeros
indicios de luz, llegaron a un establo herrumbroso a las afueras del barrio de Pays Bas en
dirección a Gounioubé. Llevaba más de 12 horas sin probar bocado pero no había
perdido el semblante ilusionado con el que salió de Goli. Buscó un lugar cómodo
para descansar y se quedó dormido enseguida. Despertó al día siguiente y seguía
sin ingerir nada, o por lo menos eso decía los crujidos de su estómago
presuntamente vacío. Se dirigió hacia el
otro extremo del habitáculo para beber de un pilón algo parecido al agua. La
expresión de su rostro comenzó a cambiar dejando ver matices agridulces muy
parecidos a una evidente preocupación. A
medida que pasaban los días cambió de preocupación a desesperación. Veinte y
tres días después la desesperación abocó
en abandono. Decidido a dejar de luchar por vivir miró alrededor de su estancia
en busca de un lugar donde dejarse ir y poder cerrar los ojos, solaz con el
dulce recuerdo de Sali y la amarga sensación de haberla fallado. En una tímida
mirada encontró el sitio de ocupaba habitualmente el mustio Adama, un joven
senegalés, frágil de salud, cuya lucha terminó para él dos días atrás.
Se disponía a
sentarse cuando se abrió la puerta de un solo golpe elevando la podredumbre
menos densa del lugar absorbiendo la escasa luminiscencia por tanta mierda que se
había acumulado. –“¡Aôn ga ta! Aôn ga ta!”- gritaba aquella voz. A empujones
fue arrastrado hasta un vehículo con pinta militar donde recibió un fuerte
golpe en la cabeza nada más subir perdiendo el conocimiento.
Premeditadamente y sin
alevosía, sí con la honestidad de redimir el beneficio obtenido por lo que no
era suyo, escondida detrás de la celosía que separaba la entrada de la
habitación en el hueco ocupado por un tótem animista a medio tallar ocultaba en
sí mismo un espíritu por definir y un
exiguo tesoro recopilado lentamente con el logo de “Wari” –dinero- envuelto en un trozo de tela raída bajo la impertérrita
figura. Contenía un total 75 francos CFA (Tândourou). Sali era consciente del
esfuerzo que suponía ir guardando algo de Wari, siempre insuficiente y falto.
Habían pasado cuatro semanas desde la marcha de Gnangra y no tenía noticias de
él. Tampoco las esperaba. Por allí las cosas van más lentas, pero la escasez se
hacía evidente. Tentada por echar mano al caudal, decidió dirigirse a Bondoukou
en busca del mequetrefe de Téicoura. Portaba dos figuras de cobre, herencia de
sus antepasados que recibió el día que contrajo matrimonio de manos de su padre
y así respetaría lo que su hombre
metódicamente ha ido atesorando con ilusión. A veces es bueno interrogar a la
razón. Razón que iría muriéndose anticipadamente a medida que avanzaba el paseo.
Paseo que en vez de despejarle la cabeza e ir poniendo en orden las cosas,
firme con cada paso, se acentuaba la desconexión entre el polvo del camino y la
lógica de los dioses la llevó de vuelta a la choza.
Un enorme socavón
en el camino contribuyó a despertar
turbado y desorientado a nuestro hombre al mismo tiempo que el viejo
Büssing se detuvo. Una fisura en la mugrienta lona que cubría la parte trasera
del camión dejó pasar un haz de luz que apuntaba certeramente a unos ojos cobardes
impidiendo ver un ápice a su alrededor. El rezo de un grupo de practicantes musulmanes terminó
su culto al que se santiguan los devotos católicos simultáneamente. La puerta
trasera se abrió chirreando las bisagras a falta de engrasado y eliminar parte
del hollín acumulado. Un grupo de personas se unió al convoy teniéndose que
apretar más en el cajón.- “M bi dou mobili”- gritaban desde abajo para no
perder tiempo. Dieciséis malienses subieron en estricta procesión sin mediar
palabra ni emisión de sonido salvo el provocado por el roce de los ropajes
contra la carrocería del vehículo. Tardaron una hora en cruzar la sucia y
destartalada ciudad de Bamako, lo cual había supuesto hasta el momento haber
recorrido 1182 km inconsciente durante las dieciocho horas y media que duró el
trayecto hasta la incorporación de los recién llegados. Su estómago emitía
borborigmos típicos de un gruñón consentido frente al escaparate de una
confitería. Más bien parecía tener un tigre enfadado dentro. Se rebuscó entre sus bolsillos algo
que llevarse a la boca y nada. Repitió la acción varias veces para asegurarse
sin conseguir alimento. Un joven advenedizo que apenas habría cumplido los
catorce, respondía al nombre de Malick le tocó la espalda de forma imperceptible y tímida con la intención
de que se girase. Con la mano estirada le ofreció un poco de carne seca envuelta en armonía con una hoja fresca de
tabaco, típico de las tribus Dogón de las regiones central de Mopti.
Durante las siguientes horas intentó reconstruir lo
acontecido hasta el momento. La miseria no es ni la mitad de los males cuando
se ha perdido el respeto por lo público, cuando ha desaparecido el poder de las
leyes y se impone el temor, la lujuria y la codicia de una minoría. El vehículo
giró a la izquierda y abandonó el asfalto apartándolo de sus reflexiones. Los
resaltos de la pista no le permitió volver a sus raciocinios y es por ello que
no le dio tiempo a juzgarse de forma cerril, tal y como deseaba pues aquella
reliquia con ruedas se detuvo en seco.
El camión se paró justo donde el rio Baoulé vierte su caudal
en el rio Bakoye. Es un paraje hermoso, limita con el Parque Natural Boucle du Baoulé de vegetación espesa.
Allí pudieron estirar sus piernas y darse un buen baño contribuyendo a nutrir
con su ADN las aguas del sistema hidrográfico más importante para el Rio Senegal. El curso del rio es suave dado los escasos
quinientos metros de altitud de esta
planicie, favoreciendo la proliferación de microorganismos que tiñen de verde
el agua gracias a las redes tróficas planctónicas, dando un tono más oscuro al
lugar. No se podía creer que estaba allí
de verdad. La agrupación de mimosas,
eucaliptos y boababs no permitiría ver a más de quince metros a través del
tupido follaje. Un babuino colgado de una de las ramas entrelazadas producía un
leve crujido del roce entre las hojas. Por un momento mientras flotaba boca
arriba con los pies y las manos bien abiertas, sentía la leve caricia del agua
en su cuerpo desnudo. Abrió los ojos y susurró para si –“A ka di nie”- esto me gusta.
Poco duró la tranquilidad cuando un alboroto le hizo dirigir la mirada hacia la
orilla. Entre el barullo de idioma diula, dogon, mandingo, bambara, fulfude y
algún improperio en francés, solo sacó en claro que ya no había vehículo. A
pocos kilómetros de la frontera con Mauritania por el norte, algo más al oeste
quedaba Senegal, siempre podrían volverse y deshacer el camino. Gnangra se unió
al grupo de veinte personas, entre ellas dos mujeres, que decidieron avanzar.
Habían invertido sus vidas, sus ahorros, habían contraído deudas importantes y
no podrían defraudar a sus familias.
¡Adelante!
Dos marfileños con arma en el cinto y expresión hostil
liderarían la expedición. Un puñado de francos por cabeza dotaba de cierta
seguridad a la expedición que pudo costeárselo. Todos abonaron con aplomo
excepto el viejo Mémel que dobló la cantidad para que la joven Brou de
dieciséis años optara al viaje ante la mirada escéptica de aquellos matones
misóginos. Los únicos armados
extendieron sus manos codiciosas y con el deseo de prolongar el momento de
contar el botín se tomaron unos minutos antes de reanudar el camino.
A partir de ahora, el contacto más cercano al que optarían con un mundo civilizado
serían las sombras apenas en movimiento
que se podrían vislumbrar desde algún satélite de ser enfocados, testigos de
existencia humana en aquella zona por la única prueba que evidenciaban sus
tétricas huellas al caminar.
El joven Malick se adelantó para ponerse junto a Gnangra.
Era de mediana estatura tirando a bajito, de corpulencia musculosa y muy
tonificada, como recién salido de un gimnasio. Vestía pantalón añil y camiseta raída anudada por encima del ombligo dejando
ver sus perfectos abdominales, envidia de muchos atletas atenienses en su época
de esplendor. Calzaba sandalias de piel de vaca curtidas por su madre. Convencido
de jugar en la liga francesa no hubo de inculcarle demasiadas fantasías para no
borrar su semblante jubiloso a pesar de lo que se jugaba. La noche cayó
enseguida, la humedad del ambiente era del 90%, la fatiga y el hambre avivó la
necesidad de encontrar refugio para dormir. El aleteo de los mosquitos tocaba a
banda sonora de rock al mezclarse con el palmoteo de la carne al intentar
ahuyentarlos. Finalmente el cansancio se interpuso entre ellos. Con los
primeros rayos del sol comenzaron el camino. Los 25 grados de temperatura de la noche
subieron a 38 en cuestión de minutos, nada comparado con los más de 45 grados
que se esperaban a medio día. Unas bayas y nueces de Karité cogidas
directamente del propio árbol sirvieron de desayuno. Un poco de agua en el
rostro para refrescar la cara y de nuevo en camino. A medida que se acercaban a
la frontera mauritana la vegetación se dispersaba dejando ver escasos arboles
distanciados y castigados por las altas temperaturas. La calima los cubría
ofreciendo una visión fantasmagórica de seres que se acercaban sigilosamente
entre la bruma, emanando tanta defunción como ramas en sus secas copas.
Sentados con la espalda apoyada en unas rocas de cantos erosionados a espera de
que sus cabecillas inspeccionaran la posible evidencia de alguna patrulla
mauritana, una boa de casi seis metros irrumpió por el hueco sombrío de las
rocas. El estruendo sonido emitido por
el disparo certero en el cabeza de la bicha perpetrado por uno de ellos acabó
con el descanso del grupo a la vez que aseguró la cena de todos. Se
incorporaron cogiendo sus pertenencias y se adentraron en una pequeña
congregación de acacias. Allí pudieron descansar hasta que una voz irrumpió,
¡Sigamos!, ¡No hay moros en la costa!... Menudo eufemismo.
El margen derecho del rio Karakoro le había servido de
seguro de vida hasta las inmediaciones de Kiffa. El
agotamiento y la dolorosa amenaza de unas ampollas a punto de reventar
distraía cualquier amenaza por alarde de
fiera. Los pies acusaban síntomas de
semanas caminando. Deshidratación, grietas y
piel escamada podría vislumbrar la distancia recorrida hasta el momento,
pero de nada serviría recordar que a unos pocos de miles de kilómetros estaría
disfrutando de la quietud y sosiego de su humilde choza junto a la cercanía de
Sali, que proporcionaban las tardes de cada dos viernes. Rodearon la ciudad escondidos con la
sensación de vivir emigrados para evitar caer en manos de las autoridades
mauritanas. Pensando que cerca de la civilización conseguirían alimento, no
compensaba el riesgo expuesto al que se enfrentaban, así que sería la última
ciudad a la que se aproximarían en varias semanas en adelante. Por delante le
quedaba el arduo reto de atravesar la árida y devastada llanura sur occidental hasta llegar a los
escarpes y manantiales a los pies de la Meseta de Adrar. Al este quedaría la
Estructura de Richat. Extremos cambios
de temperatura diurnas a nocturnas, tormentas de arenisca con viento que sopla
desde el Sahara y alguna precipitación aislada fueron compañeros de viaje entre
el coraje y la muerte. A pesar de estar
en la estación seca del año, una noche mientras dormían, las estrellas se
marcharon para dar paso a unas nubes no invitadas que descargaron
repentinamente un aguacero de los que hacen historia. Amaneció con un sol
haciendo justicia a los cuarenta grados de temperatura correspondiente, ahora
sí, al clima local.
Intrusos en un entorno devastador, ni el hambre, ni la sed,
ni los mosquitos, insectos o alimañas evitaron
agarrase al hierro hirviendo de los lazos de amistad entre Gnangra, el
viejo Mémel y el joven Malick habían afianzado y en los que se habían basado
para sobrevivir.
El resto del grupo, conejitos de monte ahora, aparentemente
habían dejado atrás la sutileza de aquellos que luchan por querer llevar el
mando desvaneciendo cualquier símbolo de estatus. La Naturaleza actúa diferente
a la religión para aquellos hombres que edifican fortalezas con muros de
opresión y amenazas, ahora se manifiestan como perros flacos que lamen las piedras del camino para
poder llevarse algo a la boca. La banda sonora de los dientes rechinando toca a
melodía con cierta pasividad de peligro ante la prolongada agonía por la majestuosa
figura que se eleva ante sus ojos, aun en la lejanía. Un pequeño sendero
pedregoso redimiría la angustia por llegar al primer reducto con algo de agua.
Con firmes pasos y agazapados apoyándose con las manos para avanzar más
rápidamente algunos de ellos resbalaban por las piedras sueltas y la falta de
fuerzas. Gnangra sujetó a Mémel del cuello de la camisa y sacando fuerzas de
donde no las había consiguió estabilizarlo culminando la cima con un gesto
triunfal en su mirada. No tardaron en zambullirse en la primera poza de agua estancada
de forma casi circular ofrecida por recipiente de roca perfectamente conservado
desde el Neolítico donde seguramente contribuiría al último abrevadero antes de
adentrase en los campos de dunas. Abatidos y destrozados, aquella pesadilla daba
paso al final de un infierno pasado
hasta el momento. Dejándose caer para quedar sentados, sin articular palabra,
con la espalda apoyada en la roca y las manos extendidas parecían indigentes
que estuvieran pidiendo limosna. Se quedaron dormidos como animales disecados
salvo la figura distorsionada del que haría de vigía, al cual no parecía el
único que no había pasado por un taxidermista gracias al giro de cabeza que
realizaba a ambos lados y al inconsciente gesto de descargar una pierna del
peso corporal, que no era mucho.
Malick contaba como su familia de origen ganadero se ganaba
la vida ahumando carne de vaca y gallina, aunque de forma ilegal ahumaba carne
de elefante en una pequeña casa a las afueras de Bandiagara y que diariamente
su hermana y su madre vendía en la maltrecha ciudad de Mopti. Desde que en 1996
abrió en Bamako la Universidad pública del país, su padre vivía obstinado en
conseguir el dinero suficiente para que él y su hermano un año mayor fueran a
estudiar en ella con la idea de que
viajaran a Francia y montaran una agencia de turismo para explotar los Acantilados de la ciudad, Patrimonio de la
Humanidad por la Unesco en 1989. Sobre ellos caería el peso de sacar adelante a
la familia. Soñaba con la construcción y gerencia de un gran restaurante donde
el plato estrella estaría compuesto por productos caseros impregnados con la
identidad del negocio familiar. Su única hermana, embarazada, se había quedado en
cinta durante su primer año de matrimonio
y ahora debería tomar el testigo de su madre para que esta pudiera aumentar la
venta de carne y huevos entre los vecinos de Bandiagara. Malick solo pensaba en
triunfar como jugador de futbol y lo más cercano a la idea de su padre pasaba
por colgar alguna foto suya en su utópico restaurante y como mucho firmar algún
autógrafo durante sus estancias vacacionales.
Gnangra, ataviado con camisa blanca como ropa interior, un
jubón verde tirol ceñido al cuerpo hasta
la cintura adornado con botones dorados y un manto semicircular con flecos y
bordados en hilo de oro atado al hombro derecho. Los zaragüelles se veían de
color rojo y suaves estaban sujetados con una faja con pedrería incrustada. Con
pomposa majestuosidad cruzaba el patio de arcos
decorado por una fuente con la escultura de una figura medio pez, medio
hombre salido de una concha y paredes
con arcos moriscos cubiertos de ramas de parra. En frente, resaltaba el
baluarte del palacio, de gran porte cilíndrico, ornamentado con un reloj de
tono coral y números dorados. Con paso solemne parecía deslizarse sobre el
suelo blanco de reluciente mármol y matices coloridos ofrecidos por vidrieras
policromadas con ventanales rectangulares y semicirculares de sus fachadas. Del
núcleo principal del claustro, entre las habitaciones de los nobles, ascendía una escalera de caracol que conduce
a la única torre que posee una cúpula y
cuya decoración presenta motivos que se inspiran en temas animistas. Al entrar
les esperaban tres bellas jóvenes semidesnudas
y dos más que se habían adelantado a la fiesta fundiendo sus hermosos cuerpos
entre caricias en el centro de un enorme lecho recubierto de sedas. Las tres
concubinas despojándose de sus escasas
prendas se adelantaron para desvestirlo mientras ascendía el júbilo de las
apasionadas más precoces. Los gemidos iban en aumento acompasados con
respiraciones agitadas. De repente un grito ahogado seguido de un ensordecedor
aullido resonó en su cabeza. Se despertó de repente y mientras se desvanecía
aquella fantasía, la realidad dejaba entrever como delante de sus propios ojos
la indefensa Brou estaba siendo violada por un grupo de cinco desgraciados.
Atada a un tronco por las muñecas con cuerda de cuero, cubiertas de sangre por
las heridas producidas por el inútil esfuerzo de romper las ataduras abandonó
la lucha. Los golpes recibidos esculpieron una cara deforme empañada de
lágrimas mezclándose con su propia sangre. Uno de los ojos amoratados casi
salido de su órbita ensangrentada, brechas en los pómulos inflamados y el labio
inferior partido dibujaban el desolador vestigio de un campo de batalla. Ya
habían abusado cuatro de ellos cuando en este instante tocaba el turno del
segundo gerifalte de la expedición inicial. Sujetada por las caderas durante cada
envestida a lo que quedaba de la joven, proporcionaba simultaneas náuseas al desconcertado Gnangra, las cuales se disiparon de forma
fulminante al ver la figura inerte del viejo mecenas de la muchacha con una
carcomida hoja de metal oxidado clavado
en el esternón.- Cobrarse futuras deudas
por adelantado no debería conllevar cebarse con el presunto deudor, menos aún,
actuar como salvajes hijos de puta- Definir injusticia ya no viene al cuento,
joder.
Odio, rencor, antipatía, repulsa, animadversión y repugnancia
transmitía su mirada durante los breves quince segundos que mantuvieron sus
miradas. El semblante del adalid tornó en una sonrisa morbosa y desafiante a la
vez que una voz tosca gritaba en perfecto
francés –“ Viens!, déplacé le cul racaille”-
Reanudaron el camino al instante. A medida que pasaban las horas la
marcha se hacía más lenta y aumentaba la desazón por la sensación de abandono
del ya desahuciado Mémel si no fuera por las varias filas de hormigas que
empezaban a cubrir el cuerpo sin vida. Miles de diminutos soldados rojizos
salían en perfecta formación de lo que sería la
boca de un enorme hormiguero. Por un momento Gnangra pensó en la red de túneles
escavados bajo la yerma tierra de aquel averno. Sombríos y frescos sin la
necesidad de dormir al raso teniendo el suelo como lecho y el cielo como dosel.
Aún tendrían unos cuantos días de tregua hasta llegar a la
pequeña localidad de Choum. Esta sería la última ciudad de Mauritania donde
podrían abastecerse para adentrarse en el vástago desierto de El Sahara con
alguna posibilidad de salir con vida. Sin embargo, antes de darse cuenta,
mientras miraba a Malick en riguroso silencio, echaba de menos el sonido
provocado por los graznidos, aullidos, trinos y gorgojos de una tierra fértil
dejada atrás. Solo el anhelo de volver a ver a su amada Sali, la persona más
especial de este mundo y directora del rumbo de su vida mantenía a raya el
recuerdo extenuado de la maltratada Brou que intentaba sacarse de la cabeza a
toda costa.
Durante la dilatada estancia en los acantilados de la Región
de Adrar la vitualla se esfumó así, sin más. Si a ello se le suma un absurdo acomodo por la holgazanería del
grupo y la reanudación repentina de la
expedición, sin ocasión de acopio de víveres, se auguraba un futuro inmediato con un final poco
alentador. -Adiós a la quietud de Adrar y bienvenido al misterio del Sahara-. El
paso de los días con una dieta de fortuna agravaron el cansancio. Nuevamente mugrientos,
malolientes y con un irritable picor por todo el cuerpo se apreciaba ante ellos una delgada línea que
dibujaba un horizonte infinito. El paisaje estaría huérfano de naturaleza.
Algún que otro lagarto fosilizado por las altas temperaturas intentaba buscar
refugio bajo un matorral con el borde de sus hojas aserradas y terminadas en
finos alfileres. Malick exclamó tímidamente –“Ahora entiendo el significado de
lo que es el desierto”- Gnangra sin girarse contestó con la garganta seca
–“Esto es lo que viene siendo el infierno”-. Se tomaron unos minutos más de silencio
que fue roto por el sarcasmo del chico -“Si salimos de esto, ¿crees que nos
convertiremos en auténticos bereberes?”-“Ya será un milagro llegar a Bir Lehlu
con vida”- respondió Gnangra.-“¿Sabías que en lengua hassania significa Bello
Manantial?”- … ¡Que ironía!
A algún mentecato se le había ocurrido la idea de trazar la
ruta por Esmara para evitar entrar en el hostil territorio de Argelia, como si
el las actividades entre el Frente Polisario y la ocupación marroquí quedaran impunes por
toda la parte occidental del Sahara: Desde Oum Dreyga pasando por Guelta Zemmur
hasta Esmara, cada paso de los 773 kilómetros recorridos era jugarse la vida
donde el sol, la arena, las alimañas y el letal desierto fuese como echarle un pulso a la vida. -La verdad es
que hay que ser zoquete.- Es cierto que
nadie en el grupo tenía un sentido profesional para calcular con precisión la
distancia real recorrida, pero ¿por qué dirigirse a Bir Lehlu?- Ser la capital
de la República Saharaui Democrática no significa estar fuera de peligro.
Recibir un disparo en este momento se podría considerar un dulce final, un
regalo.
Tapé, a falta de menos de una década para convertirse en un
hombre centenario, algo atípico si nos ceñimos a la media de esperanza de vida
del país, se limpiaba con la templanza de un artista los restos de sangre entre
sus manos. La suciedad petrificada
debajo de sus uñas por el inexorable paso de los años abdicó ante la
suculenta facilidad de disolución de los
restos de sangre procedentes del cuerpo
sin alma de Tiécoura y la mierda acumulada. Con un cuerpo curtido por el
trabajo de casi un siglo dejaba ver bajo una piel con la tozudez de querer
descolgarse los vestigios de una figura atlética. Sentado bajo el refugio que
le proporcionaba un enorme árbol de
caoba, reducto del encabezonamiento de su tatarabuelo al negarse a su tala, le
servía como altar durante las largas horas de meditación diarias. Miraba a Sali
con ternura y orgullo de tenerla allí, en el hogar que la vio nacer. Su
felicidad se tornaba en tristeza cuando veía día tras día como crecía el
vientre de la niña de sus ojos y Gnangra no estaría allí para verlo. Su cintura
había perdido la forma original de la adolescencia pero aún podía acoplar el cántaro de agua y
traerlo desde el manantial a casi un kilómetro de distancia sin derramar una
gota y repetir esta acción varias veces al caer la tarde. Tapé, muy cabal, sabía que a pesar de su aparente
forma física no estaría en este mundo para ver a su nieto nacer pero tenía
claro que él iba a ser el sucesor de una dinastía nacida de la nada y
desvanecida por el olvido del auténtico principio que nace de las falsas
apariencias del hombre, pues tenía la certeza que mientras quedara un poco de esencia
de ser humano dentro de los hombres y
las mujeres, emanaría con orgullo la
felicidad verdadera por la que ferozmente luchamos y sin embargo nos pertenece
por derecho. Tiécoura pagó con justicia la injusticia y mezquindad propia de la
codicia. Tapé podía morir honradamente en paz.
Armados de valor por haber sobrevivido al desafío del desierto
y encontrarse en la ciudad santa de Esmara, dos de los gerifaltes sometieron al
grupo a desprenderse de lo último de valor que poseyeran para intentar conseguir
en el mercado negro algo de transporte para adentrarse en Marruecos antes de
que la ciudad se despierte de adeptos al culto a los “Walis” y los miles de peregrinos que invadirían la ciudad en busca de los “últimos de Allâh” para recibir la baraka. Otros vienen en
busca de un remedio para el tifus o las calenturas pútridas. Si los milagros
existen, lo acontecido a continuación se podría considerar como uno de ellos.
Los dos botarates se habían esfumado. Ni haciendo visera con la mano por encima
de los ojos había rastro de ambas sanguijuelas. Por un instante cambió el
semblante de Brou, casi se le habría olvidado como se sonríe. Su
satisfacción le resucitó el ánimo -¡Que
les den!- pensó.
Era ya mediodía y la
ciudad seguía siendo un hervidero de personas. Habría que esconderse o intentar
mezclarse con la muchedumbre. Faltos de mandamases, indecisos y extraños en un
desconocido lugar, ataviados con restos de ropajes erosionados por el viaje y
desprovistos de todo, solo les quedaba algo de aliento antes de que las gentes
más adineradas los denunciasen a las autoridades marroquíes. Wandja, la otra mujer
del grupo, de unos treinta y tantos asomaba por la calle de enfrente -¿cómo es
posible que regresara de esa dirección?--¿Dónde se ha metido?- La mujer vestía
con un camisón de seda blanca simulando un vestido, no presentaba más marcas en
la piel descubierta o en el rostro más
allá de las propias del viaje. El olor a perfume caro llegó antes que ella. Se
dirigió directamente hacia donde estaba Gnangra. Mantuvieron la mirada un buen
rato. Ella firme y con aplomo, Gnangra desconcertado. Wandja se metió la mano
en el pecho sacando un ovillo de billetes atados por una gomilla. Extendió su
brazo y ante la falta de reacción, cogió la mano del incrédulo Gnangra, giró su
palma hacia arriba y depositó el dinero. Sin soltar la mano, se adelantó hacia
él con osadía ahogándolo en perfume y pronunció al oído –“ buena suerte”- Dio
media vuelta y lentamente desapareció a lo largo de la calle.- Un rato después
con la mano bien cerrada apretando el dinero con fuerza pudo pronunciar
torpemente ´”Anitie”- Gracias.
Se acercó al resto sin la mayor satisfacción por haberlo
considerado el más conspicuo del grupo. Debía tomar una determinación inmediata.
La situación le hizo reaccionar al instante y tomó la decisión de llevarlos a
un almacén abandonado que le pareció ver al entrar a la ciudad ya que le trajo
recuerdos de su estancia en Abijan. Una vez descansado tendría el desagradable
reto de quien debe afrontar un difícil papel y buscar soluciones con pocas
posibilidades de éxito.
El almacén se sitúa justo en frente del pequeño aeropuerto
de la ciudad. Consta de una nave central dentro de un recinto amurallado con
acceso por un lateral a través de un verja de hierro cuyos goznes oxidados no
ofrecerían resistencia. No será difícil entrar y tomar fuerzas. Tomaron al sur oeste por el Boulevard Hassan
II dejando atrás un Centro Comercial
donde tendrían prohibida su entrada y finalmente pudieron comprar algo de comer
en un colmado a espaldas del Café Laadh Jaddid donde Malick fue atendido y no
tuvo que recatear. El edificio consta de una sola estancia llena de estantes
hechos con pequeños puntales de madera redondeada. Las ventanas presentaban un
burdo intento de ser tapiadas con alfajías
y en el tejado se podía ver algún que otro agujero. Los restos de un
ficus trepador que dominaría años atrás las paredes proporcionaba algo color al lúgubre tono de las paredes del decrepito
lugar. Descansados, al día siguiente
volvieron al centro de la ciudad a las inmediaciones del Hospital de la ciudad
junto a la Escuela Moulay Rachid justo en una explanada de coches donde se
ejercía otro tipo de comercio, digamos un pelín clandestino. La idea era buscar
transporte hasta Marrakech. Ochocientos kilómetros que según sus cálculos
podrían realizar en algo más de diez horas de coger la N1 y R101 pero
inevitablemente habría que sobornar al conductor para evitar controles
policiales por lo que el trayecto se dilataría ocho horas más de la cuenta.
El trato se cerró con una
furgoneta Volkswagen Type 2 del
71 de color beige algo descolorido ideal para mimetizarse con el entorno, resaltaba
por lo ruinoso y carcomido de los bajos de la carrocería y los herrumbrosos
bordes de las ventanas corroídos. El olor avinagrado del interior se disiparía
en el instante de iniciar la marcha. Los asientos de madera tapizados de cuero
sintético de color azul zafiro dejaban ver por las esquinas de los respaldos el
relleno del fino acolchado.
Gnangra se pasó la noche anterior en vela estudiando la
situación e intentando planificar el viaje y sus innumerables imprevistos. Por
cada uno que preveía le venían dos o más, así que desistió antes de acumular
demasiados. Se quedó mirando a Malick con el mismo gesto que un padre mira a su
hijo mientras duerme el mismo día que aprendió a montar en bici. No tardaría en
dormirse con los primeros balanceos del lamentable vehículo. Movió su cuerpo
con intención de buscar una buena posición. Tendría mucho tiempo por delante
para dormir y pensar. Cerró los ojos con la intención de pensar en Sali pero su
cabeza era un campo de batalla por el
bombardeo de fotogramas tenebrosos en un ir y venir de angustia y agonía.
-¿Dónde estás mi querida Sali? No me abandones ahora. Ya casi lo voy a conseguir.-
y así fue como cayó vencido por el agotamiento.
Abandonado en el suelo debajo del asiento cubierto de mugre, un vejo
facsímil con una espesa prosa propagandista trazada a imprenta digital y sin libertad de expresión, ofrecía al lector
la salvación a través de la Fe, quedaría en el olvido para siempre.
Entraron en Marrakech por la R 212 con el propósito de parar para
repostar las garrafas de combustible y adquirir agua y víveres para seguir su
trayecto de otros 580 kilómetros más hasta llegar a su destino, Tánger. Deberían evitar
la ruta por Casablanca y Rabat por la
carretera A3, así que se dejaron aconsejar por su intuición y cautos tomarían
por la A9 donde tendría prevista alguna parada de respiro para la maltrecha y
castigada Volkswagen Type 2 que empezaba a dar síntomas de extenuación. Para cruzar la ciudad de Marrakech deberán de
hacerlo durante la hora del rezo de la tarde que es cuando la ciudad queda
desprotegida al relevo de la gendarmería marroquí. Sin embargo la ciudad se encontraba en pleno
alboroto por los altercados provocados por los estudiantes universitarios que
querían evitar a toda costa la decisión de la Consejería de Educación de
trasladar la carrera de oceanografía a la Universidad de Fez. Alguna barricada
con neumáticos ardiendo complicarían el paso, eso sin contar la acumulación de ensartados llevados por la euforia. Tomaron a la derecha
y bajaron por la R203 dejando a su
izquierda el Parque Botánico “Jardins de l´Agdal” y el Circuito de Carreras “Moulay El Hassan” para llegar a la
gasolinera de Amezmiz. Dos altavoces
colgados del techo sintonizaban la emisora Hit Radio. Situados a las afueras de
la ciudad se bajarían para estirar sus piernas y hacer alguna que otra
necesidad fisiológica mientras cargaban combustible. La música paró para dar
entrada a las noticias. El locutor narraba la enervación estudiantil del
momento y su reacción. Reacciones que se habrían extendido y endurecido en
la ciudad Casablanca y la zona costera de Rabat. Ciudades que geográficamente se
disputaban optar por ofrecer la carrera en sus respectivas universidades, pero que la decisión había sido
tomada y finalmente se impartiría en Fez.
Este inesperado incidente, no contemplado entre la extensa
lista de incidentes, daría un drástico
cambio de los acontecimientos. Aquí el avispado conductor, movido por la
codicia fue rápido y audaz. Con la sutileza de un afable conquistador separó a
Gnangra del grupo y le habló de un lugar más al este del país, en una montaña
donde se congregan cientos de personas a espera de una oportunidad para cruzar
el Mediterráneo sin preguntas ni condiciones.
Hablamos concretamente del punto
más elevado del Cabo de Tres Forcas en
la Sierra de Nador. Ochocientos sesenta kilómetros jugaban en contra,
sin contar que la situación en Fez estaría caliente también, pero las
probabilidades de éxito eran mayores y el veneno inoculado ya corría por el cuerpo de Gnangra.
Interpretando el mejor papel en la dramática obra de su propia vida, el
vehículo se encontraba nuevamente en marcha.
Doce horas de interminable viaje sacaban del asombro a
Malick. Nunca había viajado a tanta velocidad y nunca había visto pasar la vida
tan rápido, como tantas cosas aún por descubrir le esperarían. Afanados por
estirar las piernas, el tudesco Type 2 se detuvo antes de iniciar el ascenso a
las montañas emitiendo durante la parada un suspiro triunfal aunque el roce del
sistema de frenado dijera lo contrario y algún que otro olor a fluidos del
motor anunciaban todo lo contrario. Al fin y al cabo tuvieron suerte de llegar
hasta allí con vida.
Por delante esperaban 12 kilómetros de remonte a pie.
Mientras ascendían, Malick escudriñaba el paisaje en busca de algún indicio
para no sentirse un intruso en aquel remoto lugar. A penas llevaban un centenar
de metros recorridos cuando el asfalto dio paso a un estrecho camino de
guijarros sueltos a lo largo de ambas cunetas. Al descubierto varias raíces de
algunos pinos se aferraban por mantener el equilibrio donde las escorrentías
erosionaban el terreno. El canto de un grupo de
pequeños y rechonchos carboneros garrapinos anuncia el banquete que le
va a proporcionar un nido de procesionaria entre las acículas de las
ramillas. Por detrás se escuchaban los
murmullos de un grupo de neurasténicos rezagados exhibiendo sus bocas resecas
en protesta por un escaso descanso. A medida que ascendían el paisaje iba intercambiando el marrón de
las hojas caídas por el colorido alegre
del envoltorio de restos de basura acumulados de forma descontrolada. Un puñado
de bolsas alborotadas correteaban sin control
propulsadas por una rebelde sonda de viento. A lo lejos, un murmullo de
voces iba derrotando el silencio mantenido durante el avance. Las primeras
sombras de figuras humanas se empezaban a dibujar entre los árboles. El crujido
de leña quemándose tocaba a almuerzo.
El camino pedregoso se tornó en un sendero casi sin
inclinación mientras se adentraba en una ciudadela al aire libre. La huella de
una minuciosa repoblación tras las desoladoras guerras pasadas, ofrecen un
plano de calles longitudinales. Entrando por la ladera sureste a la izquierda,
entre los ruinas de un fuerte español, quedaban unas letrinas improvisadas con
maderas planas recubiertas de una mugrienta capa de heces secas. Al frente las
primeras congregaciones de personas proseguían con sus quehaceres sin inmutarse
a su paso. Tímidos, expectantes y en alerta avanzaban en busca de un lugar
donde acampar y pasar desapercibidos. Un enorme aliso común daba fin a la
arboleda organizada dando paso a un relieve de pequeños montículos irregulares
donde los arboles habían elegido libremente donde elevarse. Paradójicamente la
hoja fresca de este árbol ha sido utilizada desde la edad media como plantilla
para el calzado por miles de peregrinos. Un pequeño claro daba forma a una
réplica en miniatura de un plaza circular presentaba las muestras de haber
estado ocupada no hace mucho. Una pequeña zanja vertical en su extremo norte
serviría de muro ante una zona más elevada pero ideal para delimitar lo que en
los próximos días sería su nuevo hogar. Gnangra, de alguna manera intuía los
peligros que se podrían generar durante la estancia en aquel lugar y con
aquellas gentes. Por alguna razón no se sentía cómodo. Antes de que el grupo se
acomodara, debía encontrar a las personas que contribuirían a sacarlos de allí
en el menor tiempo posible. A la mañana
siguiente saldría en su busca. Seguramente vaticinaba que en aquel lugar se
pagaría hasta por el aíre que se respiraba. Esa noche volvió a soñar con un
barullo de incoherencias desagradables que no le permitieron descansar. Se
despertó antes de que los primeros rayos de sol se colaran a través de unas endebles nubes matutinas.
Buscaría algo de desayuno para el grupo y así se adentró en el bosque. Un grupo
de mujeres cocían pan entre pequeñas
risas en un horno de piedra de pizarra y argamasa. Sus manos se teñían del
blanco por la harina de maíz molido. De vuelta con una hogaza de pan recién
echo y un bol de leche de cabra, regresaba al campamento. Un grupo de
promiscuos rufianes rodeaban a la joven y recién llegada Brou que no oponía a
mostrar resistencia. En silencio se dejaba empujar de uno a otro con el mismo júbilo de una pelota de trapo.
Gnangra, iracundo, soltó la compra y apretando los puños de dirigió hacia el
corrillo con paso firme y liguero. Comenzó a soltar puñetazos a diestro y
siniestro. Brou tirada en el suelo
resumiría de forma breve con su gesto su miserable vida. Arrodillada entre sollozos y abatida por tanto
sufrimiento desde que salió de su choza en Mali levantó la cabeza y mirando a
Gnangra a los ojos dijo-“No vuelva a hacer eso delante de mí, por favor”- Gnangra confuso y con los nudillos ensangrentados
echó a correr sin rumbo fijo.
Una vez recuperados el desastroso incidente con Brou, el
grupo de perpetuadores sedientos de venganza encontraron a Gnangra en posición
fetal junto a uno de tantos árboles.
Impacientes por cobrarse los golpes recibidos se disponían a
reembolsarse la deuda cuando irrumpió un mocosin de apenas seis años gritando a
garganta abierta que era la hora de marchar. El resto del grupo los esperaba y Abdelhak, su líder, estaba impaciente y muy
furioso.
Tres vehículos
todoterreno modelo Santana Aníbal de
2003 similares a los donados por el Ejército español al Gobierno marroquí
durante los disturbios de Aaiún
irrumpían desde hace minutos en el lugar. Era la hora en la que el grupo de 54 personas a la cabeza de
Abdelhak deberían dirigirse a la costa donde le esperaría la embarcación que de
madrugada les llevaría al otro lado del mar.
Addelhak es un marroquí de origen marfileño desprovisto de
su triste pasado y afincado en el Monte Gurugú
por las oportunidades que este ofrece. Instruido en la maldad bajo el
pretexto de haber sido concebido en pecado, contaba farfullante cada uno de los
componentes del grupo subidos a empujones en los vehículos. Gnangra hundido en el desconcierto apenas podía ver el
descenso a través de una colina encrespada con tonos verdes y pardos. La
superficie alfombrada por una capa de crujientes hojas secas de pino crepitaba
al paso de un cervatillo que pasó imperceptible para él. Más abajo se
visualizaba la costa. Las olas, enormes y majestuosas se estrellaban en las
rocas lanzando velas de espuma por los aires a gran altura. Las curvas del camino abalanzaban sobre él a
un necio con una sonrisa imborrable de su cara ofreciendo la espectacular
escultura de lo que sería un menhir por dentadura. Desprendía un fuerte olor a
pescado hediondo. Su piel acumulaba hollín por el polvo y las fogatas y bajo
sus ropajes emanaba un hedor a materia excrementicia seca. Gnangra se
desvanecía mientras aún resonaba en su mente las últimas notas de una canción
sintonizada por una emisora española. La figura de un hombre los observaba a
través de unos prismáticos a doscientos metros por encima de ellos, apostado en
un risco que sobresalía de la colina.
Al llegar a la playa Marsa Yawyan el viento soplaba con
justicia. Rugía castigando las crestas
del oleaje sin miramiento produciendo un murmullo al romper contra la arena.
Soplaba de poniente levantando remolinos de arena que se proyectaban sobre la
piel como miles de puntas afiladas simulando pequeños tornados al estrellarse
contra el acantilado. Cuatro esbirros acercaban lentamente en procesión una
barcaza de madera noble de conífera, pintada de blanco y una banda en azul con
la pintura desconchada.
Tres mehanis se bajaron de los vehículos con armas en la
mano disparando al aire. Fueron bajados de los vehículos a todo prisa
dirigiéndolos hasta la embarcación que les esperaba en la orilla. No podían
salir del asombro de lo que estaba pasando. Precisamente no era el día más
idóneo para echarse al mar con ese oleaje. Los disparos se repitieron y por
alguna manera dejaron de apuntar al cielo de una manera más persuasoria.
Gnangra estaba siendo arrastrado entre el grupo atónito e incrédulo. El viento
parecía ganar fuerza empujándolos sobre las espaldas mientras empujaban a la
barcaza contra las olas. Unas pequeñas gotas de lluvia empolvaban la arena
antes de evaporarse.
Al este iban asomando unas nubes tiñéndose de gris oscuro a
espera de ser transportadas ocultando la presencia de la luna. El sol hace ya
horas que huyó de los truenos que a lo lejos se escuchaban y que ahora se
percibían con mayor nitidez. Mientras luchaban por no ser despedidos por el
mar, el viento ahora más patente dirige
a las nubes hacia la estela que las llevará mar adentro para hacerse más
fuertes.
Los golpes producidos por el fuerte oleaje los deslizaba de
un lado al otro. Para mantener el equilibrio intentaban agarrarse a unos
cuantos cabos distribuidos a babor y estribor a lo largo de proa a popa.
Mientras se adentraban en el mar parecía que la tormenta arreciaba contra todo pronóstico
lo cual tuvo como reacción que la tensión del grupo se relajara dando algo de
descanso a la musculatura. Fue entonces cuando el joven que esperaba perpetrar
su venganza levantó la cabeza en busca de la posición de Gnangra para dirigirse
hacia él con un cuchillo que se sacaba del bolsillo del pantalón. La distancia
era escasamente de cinco metros, suficiente para ir incrementando la ceguera
producida por el odio. Le costaba avanzar por la aglomeración de personas
cuando en un intento por avanzar empujó a una joven embarazada que resbaló y
cayó de pleno al mar. Precipitarse no sería el peor de sus males. La cantidad
de agua ingerida al caer aplastaba sus pulmones provocándole una oleada de pánico. Desorientada boca
abajo, no tardó en enderezarse y volver a sacar la cabeza por la superficie. A
penas sin tiempo para gritar una ola la envolvió como si se le hubiera
desplomado sobre ella un muro de hormigón. Sin poder pedir auxilio y apenas sin
fuerzas, notaba como su cuerpo no cooperaba con su mente y los músculos le
fallaban. El miedo se apoderó de ella tirando hacia abajo lentamente sin apenas resistencia
y los gritos de auxilio ahora sonaban sordos solo en el interior de su cabeza. Un centenar de recuerdos e imágenes se proyectaban en su cabeza mientras
se hundía, a la vez que decenas de luces estallaban ante sus ojos agonizantes, dibujando
una sonrisa su gélido rostro como si hundirse fuese un gran espectáculo.
El frio y la humedad se
hacían sentir en los cuerpos cuando una figura le sujetó por el hombro a la vez
que sintió un efímero pellizco en el costado.
No sintió dolor, tan solo el calor de la sangre emanar de la herida lo
percató del peligro expuesto. El ser humano está preparado para efectuar
movimientos involuntarios o actos reflejos, pues el siguiente fue uno de ellos.
Esquivando una segunda cuchillada con un ágil movimiento hacia atrás, su
atacante cayó al mar con la mala fortuna de quedar una pierna atrapada en una
de las cuerdas dejándolo como si fuera una defensa contra los muelles. Gnangra
quedó sentado a estribor. Se llevó una mano a la herida y con la otra intentaba
soltar la pierna de su agresor. Un instante después, cuando logró aflojar el
nudo que lo condenó a un cautiverio mortal, el cuerpo dejó de patalear y ya no
ofrecía tensión. Fue en ese preciso momento cuando el cuerpo sin vida pasó a
formar parte del Mediterráneo.
A medida que la madrugada iba en busca del amanecer, Gnangra
experimentaba cierto estado de ansiedad por la falta de aire que aceleraba el
pulso. La garganta seca intensificaba la sed en su boca y la humedad del mar
enmascaraba la percepción de una sudoración fría sobre su piel. Los pies
entumecidos habían dejado de percibir actividad y la sensación de un trepidante
hormigueo en sus manos dejaron de ofrecer presión sobre la herida cayendo al
piso de la embarcación con la palma hacia arriba. El sueño se apoderó de él y
así quedó dormido con la preocupación de
que habría sido del joven Malick.
Con los primeros rayos de sol el día despertó. El mar ahora
en calma, ofrecía un frágil balanceo sobre la embarcación induciendo a sus
ocupantes a establecer una contienda contra el cansancio de una noche a priori
interminable. El día llegó con la frustración de algunos y la salvación para
otros, incluido Gnangra. Podría haber sido un pesquero fondeado en las
inmediaciones de la Isla de Alboran, un buque de pasajeros de la ruta Almería-Nador,
una embarcación de investigación oceanográfica,
la mirada fortuita de un piloto de avión comercial o el propio azar,
cualquiera de ellos el causante de que unas horas más tarde una embarcación de
Salvamento Marítimo irrumpiera a babor cuando estaban a siete millas al sureste
de Alboran. Finalizada la maniobra de abarloamiento, el personal de rescate
practicó primeros auxilios a Gnangra,
estabilizándolo para la travesía de vuelta al puerto de Almería donde la
embarcación tiene su atraque. Una vez
todos a bordo fueron alertados los servicios sanitarios de Cruz Roja.
Serían alrededor de las nueve de la tarde cuando arribaron a
puerto. Gnangra fue el primero en bajar sin percatarse de nada fue llevado
directamente a enfermería. Es resto desembarcó a continuación. Una hora después el
desconcierto fue mayor. Apenas cuando pudo abrir los ojos, los tuvo que cerrar dada
la claridad del lugar y un ir y venir de figuras con trajes reflectantes grises
y rojos. La enfermería contaba con siete camas separadas por cortinas blancas.
Una luz de exploración apuntaba hacia él, directamente al abdomen cubierto por
una red de cableado conectado a un aparato que emitía un leve pitido constante.
Meses más tarde, descansaba sobre un montón de escombros frente al asentamiento
donde sobrevivía. Tirando piedras sordas a una lata de conserva vacía, seguiría
sin entender cómo puede existir una especie de ser humano deferente del resto
con la capacidad de ofrecer una sonrisa y tender la mano a la vez que entregan
abrigo y alimento a desconocidos como él en un territorio cargado de ángeles ungidos en humanidad con
una cruz bordada en sus chalecos.
Es curioso como almas
gemelas pueden estar conectadas y destinadas a vivir vidas paralelas a pesar de los más de cinco mil kilómetros que los separan. Cada mañana, al
alba, Sali con su hijo al costado sale de su coqueta choza y se dirige al camino de la entrada a Goli, con la esperanza de ver
a su hombre acercarse. Gnangra, al alba, sale de las ruinas de un cortijo con
plásticos como techo y se dirige al cruce con la esperanza de que hoy pase la camioneta que lo llevará al
invernadero. Por la noche, Sali se duerme en su lecho de heno donde hicieron el
amor por última vez, pasando la mano por el lado que Gnangra descansaba. Con el
recuerdo se quedaba dormida. Gnangra, cada noche, sobre un herrumbroso colchón,
inmune a los roedores que cohabitan con él
se queda dormido con el recuerdo de Sali correteando risueña hacia él cada dos viernes por la tarde.